Dark Chat

domingo, 27 de febrero de 2011

Guerrero del Desierto

CAPITULO VIII

-¿Qué quieres decir con que está en el patio? -preguntó Bella llevándose las manos al pelo enredado.

-He convencido a Jasper para que lo retuviera un poco y así yo pudiera avisarte -contestó Alice encogiendo los delgados hombros.

-Pero es viernes por la noche. ¡Se suponía que no regresaba hasta el próximo lunes!

Unos pasos fuertes se oyeron en el pasillo. Alice abrió mucho los ojos.

-Debo irme. Que tengas suerte -dijo saliendo por la puerta. Bella la oyó decirle algo a Edward.

Exhalando un grito de frustración, Bella se cerró la bata de seda. Era demasiado tarde para cambiarse de ropa. No quería recibir a Edward llevando una bata que sólo le llegaba hasta el muslo y el pelo suelto sobre los hombros, pero el pomo de la puerta ya estaba girando. Rápidamente, se sentó en el taburete que había delante de la mesa de su vestidor y tomó el cepillo. De esa forma, si sus piernas cedían, no se notaría.

Oyó que Edward entraba en la habitación y cerraba la puerta. Sus dedos se cerraron desesperadamente alrededor del mango tallado del cepillo, pero continuó cepillándose el cabello con ligeras pasadas como si no lo hubiera oído. Sintió su presencia tras ella. Entonces se inclinó y apoyó las dos manos sobre la mesa a ambos lados de ella, de forma que quedaba encerrada entre la mesa y Edward. Siguió cepillándose el pelo aunque ya no sentía los dedos de lo fuerte que le temblaban. No quería mirar al espejo para evitar la trampa de color verde que la aguardaba.

-¿Te negarás también a hablar conmigo ahora que estoy en casa? -dijo él sin dejar de acariciarla.

-Ya estamos hablando -dijo ella contenta de que no se le rompiera la voz al contestar.

-No. Te estás limitando a responder a mis preguntas y a esconder te de mí. ¿Estás muy enfadada conmigo, mi Bella? -continuó con voz ronca, cerca de su oído, la presión de su cuerpo contra el de ella encerrándola más y más-. ¿No te has tranquilizado todavía?

-No estoy enfadada -contestó ella, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.

-Ah, Mina, no me puedes engañar. Vamos, mírame. Dale la bienvenida a tu marido.

Sus palabras le recordaban las órdenes que le había dado antes de marcharse.

-¿Quieres sexo? Si me dejas moverme, iré hasta la cama -dijo ella. Inquietantes y virulentas emociones se alzaron en su interior, desafiándola a que las liberara. Se puso rígida. No quería que Edward viera el profundo dolor que sus palabras le habían hecho al sacar a la superficie su mayor miedo y darle forma.

Edward quedó petrificado tras ella. Bella podía sentir cómo se le tensaban los músculos como si fuera a atacar. Retrocedió tan rápidamente que casi la hizo caer.

-Mina, no hagas eso. Sabes que te derretirás en mis brazos -dijo él poniéndole una mano en la cadera y la otra en la mejilla, pero sin obligarla a que lo mirara.

-Sí, sé que puedes hacer me jadear siempre que quieras -contestó Bella tragando con dificultad después de recordar otra de las burlas que le había hecho antes de marchar. Lo peor de todo era que era cierto. Si seguía tocándola con esos dedos tan sensibles, se derretiría. Algo salvaje dentro de ella reconoció la caricia y no la dejaría ir.

-Vete a la cama, Bella -dijo él. Sonó como si se hubiera dado por vencido. La dejó de pie en medio de la habitación y se dirigió a la puerta que conectaba con su propia habitación.

De pronto, Bella se sintió exhausta. Por el temor a la confrontación con él, apenas si había dormido en las últimas cinco noches. Con la bata de seda puesta, se metió en la cama. Sin embargo, una sensación de pérdida seguía manteniéndola despierta. Sabía que era mentira. Nunca había tenido nada que perder, y sin embargo, quería acercarse a su marido y abrazarlo... tranquilizarlo.

Unas manos familiares le acariciaron la desnuda espina dorsal. Bella frunció el ceño, segura de que estaba vestida cuando se metió en la cama, pero en ese sueño estaba desnuda. Sentía unos besos en la nuca, en cada vértebra, y unas manos posesivas sujetándole las caderas.

Gimió y se puso boca arriba para darle la bienvenida a su amante.

Cuando este posó los labios en sus pechos, ella se arqueó para recibirlo. Todavía un poco dormida, sus pensamientos se mezclaban con los sueños pero sus dedos se encontraron acariciando unos cabellos sedosos. La mandíbula cubierta de barba de dos días le rozó el pecho. Sintió un escalofrío y al momento un beso sobre la piel.

-Edward -susurró, ya despierta y consciente.

Demasiado tarde para detener su reacción. Todo su cuerpo estaba abierto a él. Bella suspiró y cedió a lo inevitable. Cuando la besó, ella le devolvió el beso, jubilosa, incapaz de ocultar cuánto lo había echado de menos. El cuerpo de Edward palpitó junto al suyo y al momento estaba depositando un reguero de besos sobre sus pechos. Bella sintió que una explosión de escalofríos recorría su cuerpo en un momento dado.

Bella abrió las piernas sin que este le dijera nada, pero él no se apresuró a poseerla. Le levantó la pierna izquierda y la colocó sobre su hombro y a continuación se inclinó y rozó la sensible cara interna de sus muslos con su barbilla áspera por la barba.

-Edward... -dijo Bella ahogando un grito de placer.

Edward repitió la misma operación con la otra pierna. Cuando Bella ya pensaba que no era posible sentir más placer, notó el beso íntimo de Edward. Bella sabía, en el diminuto rincón del cerebro que aún le funcionaba, que aquella era la forma de Edward de pedir disculpas. Edward mantuvo las caricias hasta que los espasmos cedieron y entonces la penetró, un tanto inseguro de si sería bien recibido. Las lágrimas inundaron los ojos de Bella al ver la vacilación de Edward. No se estaba comportando como un dictador. Bella tensó a propósito los músculos de su pelvis encerrándolo. Fue su manera de decirle sin palabras que era bienvenido, que lo necesitaba y lo amaba. Al mismo tiempo, cerró los brazos sobre él y llenó de besos sus hombros. Con un gemido, Edward comenzó a moverse.

-Bienvenido a casa -susurró ella un segundo antes de llegar al clímax por segunda vez esa noche.

Mucho tiempo más tarde, reunió por fin el valor para preguntarle por qué había regresado antes.

Edward la estrechó con más fuerza y le dio .un beso en el hueco entre el hombro y el cuello.

-Cerramos el acuerdo antes de lo previsto.

-¿Hiciste...? -iba a preguntarle qué tipo de acuerdo era ese, pero se detuvo, porque no quería ser rechazada de nuevo. La había amado con pasión, pero tenía miedo de que después de la pasión, volviera a estar junto al extraño frío y reservado en que se había convertido Edward desde el regreso de Zeina.

-¿Qué, Mina?

-Nada.

-Zulheil ha firmado una serie de acuerdos con varios estados occidentales -explicó él después de un rato en silencio-, con el fin de que nuestros productos artesanales crucen las fronteras sin aranceles.

-¿Por qué productos de artesanía? -se animó a preguntar Bella.

-La joyería y otros productos artesanales de Zulheil gozan de gran prestigio. Es el sector que ocupa el tercer puesto de nuestras exportaciones. Los acuerdos firmados son mutuos -dijo él riendo y haciendo así que Bella se alegrara-. Creen que sus productos inundarán nuestro mercado, pero se equivocan.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque, Mina -y la estrujó contra sí juguetón-, hace muchos años que mantenemos un acuerdo de ese tipo con los Estados Unidos.

-¿De verdad? Pero no veo en los mercados sus productos -dijo ella acurrucándose contra su brazo.

-Mi pueblo está acostumbrado a los productos artesanales. Las riquezas de la tierra son compartidas por todos. Las baratijas que nos envían no las quiere nadie.

-Sois unos esnobs.

-Pero somos lo suficientemente ricos para permitírnoslo -contestó este encogiéndose de hombros.

Su falta de modestia la hizo reír. No podría mantenerse dura con él si se mostraba tan afable.

Cuando por fin dejó de reír, Edward la mordió ligeramente en el hombro para llamar su atención. Ella se giró entre sus brazos, consciente de que había capitulado con demasiada facilidad, sin esperar unas palabras de disculpa que calmaran su corazón deshecho. Pero siempre había sabido que Edward no era un hombre humilde. Era un guerrero del desierto que no podía mostrarse humilde. De momento, esa demostración de amor lleno de ternura era suficiente.

Era un comienzo.

-Creo que estamos logrando algo -le dijo Bella a Alice dos semanas más tarde, mientras paseaban por un almacén de objetos de arte en Zulheina-. Me habla.

-¿De qué?

-De sus negocios, principalmente -dijo ella dirigiéndose hacia un caballete que había en una esquina.

-Eso es bueno, pero ¿y qué pasa con vuestra relación?

Bella pasó los dedos por la madera pulida del caballete. Perfecto. Se inclinó y tomó varios de los muchos lienzos que había allí y los fue probando sobre el caballete. A Edward siempre le había gustado preparar él mismo el lienzo, pero aquellos estarían bien para empezar.

-No quiero presionar y estropearlo todo -dijo Bella caminando entre los óleos y seleccionando tubos de pintura.

-¿Estás esperando que ocurra algo? -dijo Alice contribuyendo ella también en la elección de los colores.

-Espero una señal de que... no puedo explicarlo -respondió Bella.

Desde su regreso de París, Edward la había tratado con mucho mimo, aunque manteniendo una barrera emocional entre ellos. Ya no le hacía daño con su furia, pero al contrario, no conseguía derrumbar la barrera protectora para demostrarle que podía confiar en ella de nuevo.

Y esa relación incompleta simplemente no era la adecuada.

-No trates de explicarlo. Simplemente haz lo que debas -dijo Alice apretándole la mano.

-Creo que es un buen consejo -dijo Bella, pero ella no dejaba de pensar qué podría hacer para destruir la barrera que su enigmático esposo había levantado para protegerse.

-¿Estás ocupado? -preguntó mientras asomaba la cabeza en el despacho de Edward. Este levantó la vista al oír su voz.

-Siempre eres bienvenida, Bella.

Bella se agachó y tomó el montón de bolsas con las compras y las puso sobre el escritorio. Dejó el caballete fuera para no estropear la sorpresa.

-¿Qué es esto? -dijo él tirando del cordón que ataba un paquete marrón.

-Un regalo. ¡Abrelo! -dijo ella echándose a un lado y apoyándose en el brazo del sillón de despacho.

Edward frunció el ceño y rápidamente le puso el brazo alrededor de la cintura.

-Te vas a caer en esa postura.

-Toma -dijo al tiempo que se dejaba caer en su regazo-. Y ahora abre esto.

Edward pareció sorprendido por la inesperada demostración de cariño pero su cuerpo se apaciguó cuando abrió el paquete y vio los lienzos, los tubos de pintura y los pinceles.

-Sé que estás muy ocupado -comenzó Bella antes de que él pudiera decir nada-, pero estoy segura de que encontrarás una hora al día, ¿a que sí? Piensa que es un deber más como jeque.

Edward alzó una ceja en un gesto muy expresivo al oír esto y ella sonrió.

-Un jeque adicto al trabajo completamente estresado no beneficiará a su pueblo -continuó Bella sin hacer caso al gruñido irónico de Edward-. Solías pintar para relajarte. ¿Por qué no lo intentas de nuevo?

-Mis responsabilidades...

Bella lo hizo callar poniéndole un dedo en los labios.

-Una hora. Eso no es mucho pedir. Y yo te ayudaré.

-¿Cómo?

-Estoy segura de que puedo hacer algo para aliviarte la carga. Archivar, escribirte los informes... ya sabes que soy lista.

Edward se rió al oírla hablar tan en serio y súbitamente sus hombros se relajaron.

-Ya sé que eres lista, Mina. Siempre lo he sabido. Está bien. Podrás ayudarme y también posar para mí.

-¿Vas a pintarme? -preguntó ella levantándose excitada-. ¿Desnuda?

-Una pintura así no la vería la gente y la quemarían a mi muerte -contestó él frunciendo el ceño ante el comentario impúdico.

Bella le dio un beso en la mejilla, feliz de que Edward hubiera aceptado, y se levantó antes de que él pudiera detenerla.

-También hay un caballete -dijo recogiendo todo el material de pintura-. Dejaré esto en un rincón de mi habitación de trabajo y volveré para ayudarte.

Terminó el día con él, revisando informes. Edward le dijo que podía irse cuando quisiera, pero cuando Bella vio todo el trabajo que aún le quedaba a él, se mostró más que complacida a quedarse con él ayudándolo. Uno de los informes le llamó la atención.

-¿Edward? -este levantó la vista al oír el tono agudo de Bella-. Aquí dice que el jeque puede tener más de una esposa -dijo frunciendo el ceño.

-Se trata de una ley antigua -contestó él con los labios un tanto temblorosos.

-¿Cuándo se aprobó? -preguntó ella. No estaba dispuesta a compartir a su esposo. Jamás.

-Hace mucho. Es una rareza histórica. Tanto mi abuelo como mi padre sólo tuvieron una esposa.

-¿Y tu bisabuelo?

-Cuatro -contestó Edward y a Bella le pareció que los ojos le brillaban divertidos-. No te preocupes. Creo que sólo tengo fuerzas para una mujer.

-Voy a hacer que anulen esta ley -declaró Bella.

-Las mujeres de Zulheil te rendirán tributo. Es una ley aplicable exclusivamente al jeque, pero dicen que parece una amenaza para la imagen moderna de Zulheil.

Bella asintió y sus miedos parecieron calmarse después de oír las palabras lógicas de Edward. Volvió al trabajo. Sentía una especie de agradable satisfacción en ayudar a su marido a sobrellevar las cargas que su posición le exigía.

-Es suficiente, Mina -dijo levantándose y estirándose y llamando así la atención de Bella.

Esta había estado sentada en el sofá que había en un rincón del despacho, con las piernas encogidas. Dejando a un lado el informe que estaba revisando se puso en pie y estiró también sus doloridos músculos.

-Puede que ahora lamentes haberte ofrecido a ayudar -le dijo Edward poniéndose a su lado-. Creo que haces unos resúmenes excelentes. Te llamaré más a menudo.

Sonrió, halagada por el cumplido, y le tomó la mano.

-Bien. Ahora vamos antes de que alguien reclame tu atención.

-¿Me protegerías, Bella? -su sonrisa parecía decir que le parecía una idea absurda, dado que su cuerpo era dos veces el de ella.

-Creo que necesitas a alguien que te sirva de filtro. Alice y Jasper no pueden hacerlo porque nadie los ve como parte de la realeza -contestó ella muy seria-, pero yo sí lo soy. Yo podría ocuparme de atenderlos y así te dejaría libre para ocuparte de asuntos más importantes.

Edward guardó un silencio inquietante. Bella alzó la vista y se lo encontró mirándola fijamente, con expresión seria.

-Quiero decir, si te parece bien que lo haga -dijo ella sintiéndose de pronto insegura. Después de una vida entera subestimándose, tenía tendencia a anular sus intentos de ganar confianza en sí misma-. Sé que soy una extranjera...

-Eres mi mujer. Te he dicho que mi pueblo te ha aceptado como tal. ¿Qué pasará con tus diseños?

-Quería hablar contigo de eso -dijo ella-. ¿Crees que el hecho de que me interese el negocio de la moda dañará la imagen del jeque y su esposa?

-A mí me interesan muchas otras cosas. ¿Quieres seguir adelante con el negocio de la moda?

-Estaba pensando en un pequeño taller de moda que suministre a las tiendas del sector, pero que no tenga boutiques propias.

-Lo harás bien -dijo él.

Su respuesta no fue más que una simple afirmación de la confianza que tenía en sus habilidades, pero la llenó de inmensa alegría. Nadie había creído antes en ella.

-Pero, por mucho que quiera dedicar todo mi tiempo al diseño -aventuró-, tendrá que quedar en segundo lugar.

-¿Segundo lugar?

-Como esposa tuya, mi lugar está aquí, contigo -dijo ella.

No quiso demostrar que era el amor lo que la había llevado a tomar esa decisión. Hasta que estuviera segura de los sentimientos de Edward hacia ella, lo guardaría para sí. Un nuevo rechazo, aunque fuera leve, la destrozaría.

-Mi labor como diseñadora tendrá que ser como la pintura para ti. Algo que hago porque me gusta, después de servir a nuestro pueblo -añadió.

Esta vez los ojos de Edward brillaron de aprobación ante el comportamiento de Bella y esta cobró fuerzas. Era el momento de crecer y aceptar las responsabilidades que tenía como esposa del jeque. El no la había presionado, sino que la había dejado hacer lo que quisiera, pero su lugar estaba con él.

-Si es lo que quieres, entonces acepto.

Bella sonrió y se acercó más a él. Una leve tensión del cuerpo de Edward fue toda la respuesta. Cuando llegaron a la habitación de trabajo de Bella, estaba de nuevo relajado. Bella frunció el ceño, pensativa.

-Yo trabajaré aquí -anunció Edward.

Ella alzó la vista, sus pensamientos interrumpidos momentáneamente, pero asintió y lo ayudó a instalarse.

-Ahora, te tumbarás ahí.

Bella obedeció y se tumbó en una chaise longue de color rojo que él había colocado frente al caballete. Bella pensaba con orgullo que su marido tenía mucho talento. Adoraba el pequeño cuadro que le había regalado un mes antes de que se separaran. Se trataba de un paisaje marítimo de Zulheil que había pintado de memoria para mostrarle el aspecto de su tierra.

-Estás frunciendo el ceño.

-¿Mejor? -dijo ella sonriendo.

-Mina -dijo Edward mirándola con desaprobación al verla con el ceño fruncido. Al darse cuenta de que lo estaba haciendo, Bella le dedicó una resplandeciente sonrisa y esperó a que continuara con el retrato. Entonces se relajó.

Desde su llegada a Zulheil, la había acariciado muy a menudo. Durante las primeras, y turbulentas, semanas, habían sido caricias sexuales. Bella había comprendido entonces que Edward no estaba dispuesto a confiarle su cariño, pero, en Zeina, había sido como si estuviera en el cielo. Después de haber pasado juntos tanto tiempo a lomos de un camello, las caricias se habían vuelto un gesto habitual en sus vidas.

Sin embargo, desde el viaje de Edward a París, aquellos gestos tan íntimos habían desaparecido. Desde entonces, parecía como si Edward se controlara al hacer el amor. Ella no tenía queja respecto a sus relaciones, Edward siempre se preocupaba de que ella llegara al orgasmo, pero faltaba algo. La carga erótica que había presidido sus primeros encuentros se había enfriado.

Bella se preguntaba por qué había ocurrido, por qué se afanaba Edward en limitar la sensualidad en la cama, el único lugar en el que siempre habían sido sinceros. Bella seguía preguntándose si Edward estaría reaccionando así porque ella no le había dado la bienvenida a su regreso de París.

-Basta por ahora, Bella.