Dark Chat

domingo, 28 de noviembre de 2010

Esposa de un Jeque

Capítulo 9

Bella se despertó con el aroma del café.

—Buenos días. Te he traído el desayuno.

La voz de Edward fue como una agradable bien venida en la inconsciencia del sueño. Hasta que a su mente volvieron los recuerdos del día anterior.

Edward le tomó la cabeza y le preguntó:

—¿Te encuentras bien, pequeña gatita?

Bella lo miró. Estaba sentado a su lado en la cama, vestido con una bata; evidentemente se acababa de despertar. Tenía el pelo revuelto, incipiente barba, y profundas ojeras de una noche en vela. Ella sabía que el sofá era muy pequeño para él. Sin embargo, estaba igualmente atractivo.

Y ella prefería no verlo atractivo.

Había tomado algunas decisiones en las horas de insomnio, y no quería verse afectada por aquella masculinidad arrolladora.

Se sentó en la cama y se tapó con las mantas. No quería que Edward tomase ningún gesto suyo como una invitación.

Él alzó las cejas al ver su actitud, pero no dijo nada y depositó la bandeja del desayuno en el regazo de ella.

Había dos cruasanes en un plato, dos tazas de café y un cuenco con higos.

Bella tomó la taza de café y dijo:

—Gracias.

—Es un placer.

—Quiero volver a Seattle—le dijo ella.

Quería transmitirle cuanto antes su decisión.

Edward esperó a terminar de masticar un trozo de cruasán para contestar.

—Volveremos, como estaba planeado. Mis negocios están allí. Tu trabajo también.

—Quiero decir hoy—ella dejó la taza en el plato.

—Eso no es posible.

—¿Se ha roto tu jet?

Él ignoró el sarcasmo en el tono de Bella y contestó como si la pregunta no hubiera sido retó rica.

—No.

—Entonces, no veo el problema.

—¿No lo ves?—el tono de voz amenazante dejaba claro que aquel hombre había sido entrenado desde niño para ejercer autoridad.

—No—dijo ella.

—¿Te has olvidado de la ceremonia de boda con la gente de mi abuelo?

—Sería ridículo pasar por otra ceremonia de boda si tengo idea de divorciarme, ¿no crees?

Edward se puso tenso, como si se preparase para la batalla.

—No habrá divorcio—declaró el jeque.

—No sé cómo vas a hacer para impedirlo.

Edward la miró con gesto amenazante, como si qui siera decirle que no tenía imaginación suficiente.

—Lo digo en serio, Edward. No voy a seguir casada con un hombre para el que sólo soy un medio para conseguir algo.

—No eres un medio. Eres mi esposa.

—Eso dices. Pero es curioso. Yo no me siento como una esposa.

—Eso lo puedo solucionar yo.

Ella agitó la cabeza, sabiendo a qué se refería él.

—No volveré allí.

—¿Adonde?—preguntó él con voz sensual.

—A la cama.

—Si somos muy compatibles en la cama— Edward le acarició el pecho.

Ella se estremeció a su pesar. Su cuerpo desobede cía las órdenes de su corazón marchito.

—Eso es sexo, y estoy segura de que habrás sido compatible con otras mujeres también.

—Con ninguna como contigo.

A ella le hubiera gustado creerlo. Pero después de haber descubierto tantas mentiras, no podía hacerlo.

—Díselo a otra...

Él se rió.

—No quiero hacer el amor con nadie más que con tigo.

—Si no me amas, no es hacer el amor.

—Entonces, ¿qué es?—sonrió él.

—Sexo, o si lo prefieres...—dijo una palabra más grosera y se sirvió un cruasán.

—No te queda bien la ordinariez.

Bella terminó de comer antes de contestarle.

—No me importa lo que te parezca a ti.

—Es suficiente—dijo él, levantándose, molesto.

—No puedes decirme lo que tengo que decir y lo que no, como si fuera una niña.

—Te estás comportando como una niña.

—¿En qué?

—Tú estás feliz de estar casada conmigo. Me amas, pero amenazas con romper nuestro matrimonio con un pretexto absurdo.

—No me parece que la traición sea un pretexto ab surdo.

—¡Yo no te he traicionado!—gritó él.

Era la primera vez que lo oía gritar.

Y no le gustaba.

—Cuando nos casamos, estabas tan contenta que bri llabas...— Edward volvió a controlarse.

Ella iba a decir algo, pero él la interrumpió.

—No lo niegues.

—No iba a hacerlo.

—Bien, por lo menos reconoces algo.

—Ahora no estoy contenta.

—Eso es algo que puede cambiar.

—No cambiará jamás.

Ella había estado contenta porque pensaba que el hombre al que amaba, también la amaba a ella.

—Eso no lo creo—respondió Edward.

—Te parecerá extraño a ti, pero el sentirme usada por mi padre y mi esposo no me hace feliz. Y puesto que eso no puede cambiar, es imposible que cambien mis sentimientos.

—No se trata de que te hayan usado. Sé que aborre ces que tu padre se meta en tu vida. Pero para un padre es importante encontrar un marido adecuado para su hija. Y para nosotros es un placer estar juntos. Por lo tanto, lo único que nos hace falta es que lo aceptes.

—El sexo sin amor es degradante. Y la preocupación de un padre por el bienestar de su hija no hace que la venda a cambio de una sociedad mercantil.

—Él no te vendió.

Unas lágrimas se deslizaron por las mejillas de Bella.

—Sí, me vendió. No soy más que una esposa por obligación, a la que se ha comprado y por la que se ha pagado.

Era muy doloroso, y ella se dio la vuelta para que él no fuera testigo de la pena tan grande que sentía.

Edward quitó la bandeja y la estrechó en sus brazos.

—No llores, por favor.

Ella no quería que él la consolase. Edward era el enemigo. Pero no había nadie más, y el dolor era de masiado grande para soportarlo sola. Edward le acarició la espalda, y pronunció palabras de consuelo.

—Eres mucho más que una esposa por obligación.

—No me amas. Te casaste conmigo porque te obligó tu tío.

Edward la abrazó fuertemente.

Ella se hundió en su pecho. Pero la realidad estaba allí. Y ella no iba a rehuirla.

Hizo un gran esfuerzo y se recompuso antes de de cir:

—Necesito levantarme.

—No hemos terminado de conversar—respondió él, contrariado.

—Tengo que prepararme para viajar.

Edward quiso mirarla a los ojos, pero ella desvió la mirada.

—Tienes razón—dijo él finalmente—. Tenemos que prepararnos para nuestro viaje a Kadar. Iremos en heli cóptero. Y por más que me pese que te recojas el cabe llo, tienes que hacerlo.

—No voy a ir contigo al desierto. Me voy a casa—dijo ella.

—Te equivocas. Vendrás conmigo a nuestro hogar en el desierto.

—No.

—Sí—dijo él, con autoridad de jeque árabe.

—No puedes obligarme.

—¿No?

Ella se estremeció.

—No voy a pasar por otra farsa de boda.

—No es ninguna farsa.

—Ésa es tu opinión, y tienes derecho a ella. Pero eso no cambiará la mía.

—Ya está bien. Participaremos en la ceremonia beduina mañana como estaba planeado. No permitiré que mi abuelo sea humillado delante de su pueblo. Ni per mitiré que tú desprecies nuestro matrimonio.

Dicho esto, Edward salió de la habitación.

Dos horas más tarde, Bella estaba vestida para viajar a Seattle. Porque ella se marcharía a Seattle, al margen de lo que dijera su arrogante esposo, pensó.

Buscó su pasaporte para asegurarse de que estaba en regla y se alegró de encontrarlo. Tenía dinero, tar jeta de crédito... Todo lo que necesitaba para salir de Jawhar.

Había llamado al aeropuerto y había pedido un co che para que la recogiese.

Esperó en el balcón a que la fuera a buscar.

Desde allí le llegaban los ruidos de la ciudad, más pequeña que Seattle, pero más ruidosa. El sol calen taba su cuerpo. Un ruido en la sala la alertó de la lle gada de un sirviente. Debía ir a avisarle de la llegada del coche para llevarla al aeropuerto.

El viaje al aeropuerto transcurrió sin problemas.

Como miembro de la familia real, no fue difícil en contrar un asiento en primera clase. Y en pocos minutos estaba sentada en el avión, esperando que despegase.

Se cerró la puerta del avión, y el piloto anunció su salida.

Recorrieron la pista, pero, de pronto, se detuvieron.

Los pasajeros empezaron a inquietarse por la de mora. Si bien ella no comprendía lo que decían.

Pero a medida que pasaba el tiempo, ella tuvo una intuición, que se vio confirmada al ver a su esposo en trar en el avión.

Edward le clavó la mirada oscura. No se molestó en llegar hasta ella. Simplemente ladró una orden a la azafata que rápidamente tomó el equipaje de Bella.

Edward no se movió. Que se llevase su equipaje, si quería. Pero ella no se movería de su asiento.

Cuando él se acercó Bella le dijo:

—Me voy a casa.

Edward no respondió. Simplemente le habló a la azafata en un tono autoritario. Pero Bella no en tendió lo que dijo.

La azafata se acercó a Bella.

—Su Alteza ha prohibido que despeguemos hasta que usted no se baje del avión, señora.

Bella se dio cuenta de su derrota. No podía re tener a toda esa gente. Evidentemente Edward tenía po der suficiente como para hacer que el avión no despe gase.

Se desabrochó el cinturón y se puso de pie. Edward se dio la vuelta y se marchó. Ella lo siguió.

Cuando bajó por la escalerilla, un hombre de segu ridad la acompañó a la limusina que la estaba espe rando.

Bella se sentó en el asiento de atrás. No quiso mirar a Edward. Estaba tan furiosa como asustada.

Sintió ganas de llorar. Pero no lo haría. Había llo rado durante dos días seguidos. Estaba agotada.

Se hizo un silencio espeso en la limusina durante el viaje.

Cuando llegaron, un hombre les abrió la puerta del vehículo. Edward salió primero para ayudarla a bajar, pero ella rechazó su mano.

—Es mejor que camines, o te llevaré yo. Pero ven drás—le dijo él.

—Vete al infierno—contestó Bella. No solía maldecir, pero aquella situación la rebelaba.

No pensaba seguirlo.

Bella se inclinó para sacarla del coche. Ella lo es quivó moviéndose hacia el otro lado del vehículo y abrió la puerta. Salió, pero inmediatamente unas ma nos la atraparon.

—¡Suéltame!—ella luchó por soltarse. Y quiso darle una patada a su captor.

—Tanquilízate, Bella—alguien la alzó desde atrás.

—¡Suéltame ahora mismo!

—No puedo.

Ella siguió dando patadas, y por fin alguna dio en el blanco. Él se quejó de dolor, pero no la soltó.

—Por favor, aziz, no lo hagas más difícil.

—Me estás secuestrando. ¡No te lo voy a poner fácil!

—No puedes volver a Seattle sin mí.

—Mira cómo me voy...

—Si lo hiciera, sería como verte morir.

Ella no comprendió.

Pero inmediatamente él la alzó en brazos de manera que ella no pudo moverse. Y la llevó hasta un helicóp tero que los estaba esperando. La metió en él y luego subió.

—¡No puedes hacer esto!

Edward hizo una seña con la mano al piloto y el apa rato empezó a hacer ruido de motores.

En pocos segundos estuvieron en el aire.

El potente ruido impedía cualquier conversación. Así que ella ni se molestó en hablar.

¡Era todo tan increíble! El jeque, a quien ella había considerado tan civilizado, la estaba raptando en la mejor tradición árabe. Pero no era una fantasía de sus sueños. Sino una realidad.

Estaba furiosa. De pronto recordó sus palabras: algo así como que se moriría si volvía a su casa sin él. ¿Qué había querido decir?

Bella miró por la ventanilla del avión. Se esta ban alejando de la ciudad de Jawhar en dirección a Kadar.

El helicóptero estaba sobrevolando un oasis rode ado de tiendas de campaña. Edward se acercó a Bella y le dijo:

—Ponte el suéter.

El aire de la noche en el desierto era frío, sobre todo en la altura del helicóptero.

A pesar de estar enfadada con Edward, su cuerpo re accionaba a su cercanía de una manera desastrosa. Olía su fragancia masculina, aquella que ella identifi caba como la de su hombre, su compañero... Eso le ha cía sentir nostalgia por su cuerpo, por él. Pero no cede ría.

Se puso el suéter y se apartó de Edward.

Cuando tuvo puesto el cardigan, Edward la miró y le dijo casi al oído:

—¿Puedes abrochártelo?

Ella se estremeció al sentir su aliento en la oreja.

¿La estaría atormentando a propósito?

—Se lleva abierto—respondió ella a gritos.

Prefería gritar a acercarse a él.

El helicóptero empezó a descender.

—Es mejor que te lo cierres. Mi abuelo es muy tradi cional.

«¿Su abuelo?», pensó ella.

—Creí que íbamos a tu palacio.

—He cambiado de idea.

—Vuelve a cambiar. No quiero conocer a más fami liares tuyos.

—Es una pena, porque lo harás.

Bella no lo reconocía. No parecía el mismo hombre que había querido complacerla en todo para darle la boda de sus sueños. Era un extraño.

—No te conozco—susurró ella.

—Soy el hombre con el que te has casado—respon dió él.

—Pero no eres el hombre con el que yo creí haberme casado. El hombre que conocí en Seattle no me hu biera secuestrado contra mi voluntad para llevarme al desierto.

—Pero soy ese hombre. He tenido que tomar esta medida debido a tu comportamiento irracional.

—No es verdad.

¿Cómo se atrevía a decirle que no era racional?

—¿Estás cansada de todo esto? No ves otra perspec tiva que la tuya. Hablaremos cuando te hayas calmado.

—Por lo menos, dime por qué estamos aquí en lugar de en tu palacio.

No habían planeado ir al campamento beduino hasta dos días más tarde.

La sensación de estar casada con un extraño aumentó cuando se puso el sol. Las sombras del desierto hacían más duras las facciones de su rostro.

Edward hizo un gesto con la mano y el helicóptero volvió a ascender.

—No hay teléfonos aquí.

Bella miró el helicóptero desaparecer.

—¿Ni otro medio de transporte?—preguntó ella, sa biendo cuál era la respuesta.

Edward no se arriesgaría a que ella se escapase.

—No, salvo que sepas montar en camello.

Ella lo miró, irritada.

—Sabes que no sé.

—Sí, lo sé.

—Así que además de secuestrarme, quieres hacerme prisionera, ¿no?

—Si es necesario, sí.

—Yo diría que es un hecho—Bella frunció el ceño.

—Sólo si te obstinas en verlo de ese modo.

—¿De qué otro modo puedo verlo?

—Eres mi esposa. Estás aquí para conocer a mi fa milia. Es algo que planeamos hace días. No hay nada siniestro en ello.

—En unos días tendrás que llevarme de regreso a Seattle.

—Sí.

De pronto se oyó un grito en árabe a sus espaldas. Edward alzó la mano y dijo algo en esa misma lengua.

—Ven, vamos a ver a mi abuelo.

—De acuerdo—respondió ella.

Edward le tomó la mano y la llevó hasta la tienda más grande, donde estaba la delegación que los recibi ría. Las antorchas iluminaban a los reunidos. En el centro había un hombre de la misma altura que Edward .

Las arrugas de su cara y el turbante que llevaba indica ban que era su abuelo.

El hombre dio un paso adelante para saludar.

—Bienvenida a nuestro pueblo—dijo en inglés.

Bella se sorprendió de su extrema cortesía, por ser un hombre de mucha autoridad.

Edward se detuvo ante él.

—Padre de mi madre, agradezco tu bienvenida—Edward volvió al lado de ella—. Abuelo, ésta es mi esposa, Bella.

El hombre achicó los ojos y contestó:

—Tu futura esposa, querrás decir.

Bella miró a Edward buscando una explicación, pero él no la estaba mirando. Sus ojos estaban puestos en su abuelo.

Intercambiaron unas palabras en su lengua. Edward parecía enfadado.

Edward soltó la mano de Bella.

Una mujer hermosa salió de detrás del hombre y se colocó a su derecha. Llevaba el traje típico de la mujer beduina, un traje negro, pero con bordados en rojo; la cabeza y el cuello cubiertos por una bufanda.

Le sonrió a Bella.

—Soy Rosalie, esposa de Emmet Hale, hermana de Edward. Tienes que venir conmigo.

Bella volvió a mirar a Edward para comprender.

—Mi abuelo no reconoce nuestra boda porque no la ha presenciado. Han decidido que dormirás en la tienda de mi hermana esta noche. Supongo que estarás contenta de ello—inclinó la cabeza—. Debes ir con mi hermana—extendió la mano como para tocarla, pero luego la bajó—. Mi abuelo ha resuelto que como no soy tu marido a sus ojos y a los de su pueblo, tocarte sería deshonrarte entre ellos.

Sus palabras la desconcertaron, pero al parecer te nía un aliado en el viejo jeque.

Rosalie tocó el brazo de Bella, aún sonriendo, y le dijo:

—Ven. Tenemos mucho que hacer, mucho de qué hablar.