Dark Chat

domingo, 19 de diciembre de 2010

Esposa de un Jeque

Capítulo 12

Unas tres semanas más tarde volvieron al in vierno de Seattle. Bella echaba de menos el sol del desierto de Edward. Su esposo, ade más, parecía sentirse cómodo con el estilo de vida de Kadar. Y, si era sincera consigo misma, a ella también le gustaba.

Gran parte de ello era debido a Edward. Había sido muy atento y había querido compartir todos los aspec tos de su vida de jeque con ella. Habían visitado todos los asentamientos de su región, se había enterado de que la única biblioteca disponible estaba en el palacio y había descubierto que se entendía muy bien con la gente con la que tenían contacto.

Era gente cálida y abierta, dispuesta a dar la bienve nida a la esposa del jeque. Lo único que les reclama ban era que Edward volviera a su pueblo.

Un tío por parte de su padre atendía los asuntos po líticos en nombre de Edward, pero su gente quería que el jeque de Kadar volviera a su hogar de manera per manente.

Ella no comprendía por qué él no quería ni hablar de ello.

¿Sería tan cruel el rey Aro como para esperar que Edward renunciara a su tierra natal para ocuparse de ne gocios en el extranjero?

No le parecía muy propio del hombre al que había frecuentado en su segunda visita.

Edward condujo desde el aeropuerto en su Jaguar.

-Tendremos que organizar una visita a tus padres ahora que hemos vuelto a Seattle.

Bella se dio cuenta de que él jamás llamaba ho gar a Seattle.

Ella se reprimió un suspiro. Tendría que enfrentarse a su padre algún día, pensó.

-¿Sabe mi madre lo del pacto entre mi padre y tu tío?

-Tu padre ha pensado que no lo comprendería.

Se alegró de que no lo supiera su madre. Le hubiera dolido más saber que su madre también la había ven dido.

-Llamaré a mamá y arreglaré una visita para dentro de unos días.

-Tu padre tiene previsto viajar a Kadar dentro de dos semanas para reconocer los lugares para la explo tación.

Al parecer, su padre no perdía el tiempo, pensó ella.

-Entonces, tendremos que esperar a que vuelva para verlo -dijo Bella.

Con suerte, tardaría varias semanas en hallar los lu gares para la explotación. Para entonces, ella tendría sus emociones bajo control y podría verlo sin rencor.

-¿Por qué no los visitamos antes de que se vaya? Seguramente podemos organizado.

Ella suspiró.

-No estoy segura de querer organizarlo -dijo Bella.

-Creí que te habías reconciliado con nuestro matri monio.

-Y lo he hecho -lo miró.

-Entonces, ¿por qué no quieres ver a tu padre?

-Porque me traicionó.

-Del mismo modo que has pensado que yo te trai cioné.

-Sí.

No le gustaba aquello. Todo había ido estupenda mente hasta que había aparecido el tema de su padre.

-Y no puedes perdonar.

Bella se quedó callada.

Lo había perdonado a Edward porque había sido ne cesario para curar la herida de su matrimonio. Pero no se lo había dicho a él. Había pensado que él lo había interpretado así al ver que ella había permanecido a su lado.

Pero, al parecer, no había sido así.

-Te he perdonado a ti.

-¿Y a tu padre? Él quiere lo mejor para ti.

-Él transformó mi matrimonio en un acuerdo de ne gocios.

-Lo he visto pocas veces, pero da la impresión de que es un hombre que cree que sabe mejor que nadie cómo deben hacerse las cosas.

Era una imagen bastante acertada de su padre. Su manera de acercarse a los negocios y a la vida.

-¿Bella?

¿Qué podía decir? No podía lamentarse de tener a Edward en su vida. Había sufrido por él, pero final mente había renacido la esperanza. Tal vez un día su matrimonio podría estar basado en el amor, no en un negocio.

-Llamaré a mamá para quedar con ellos. Quiero ver a Alice también.

-Tu hermana y tú estáis muy unidas.

-Siempre he podido contar con ella.

-Eso es bueno. Rosalie es muy importante para mí, pero después del intento de golpe, nos criamos separa dos. No estamos muy unidos.

Siempre se sorprendía cuando Edward le contaba algo así tan íntimo. Escondía sus sentimientos casi todo el tiempo, excepto en la cama. Entonces, su pa sión era como un volcán.

-¿Y tus primos?

Edward había sido criado con ellos. ¿Habrían ocu pado el lugar de hermanos?

-Desde pequeño me asignaron el papel de diplomá tico, y por ello fui educado en el extranjero desde los doce años.

-Debes de haberte sentido solo muchas veces, ale jado de tu familia, destinado a estar fuera en muchos sentidos.

-Ya no estoy solo. Estando contigo, estoy muy den tro.

Ella se puso colorada por el comentario erótico.

A la vez se le llenaron los ojos de lágrimas.

Había estado muy sensible las últimas semanas y no podía evitar preguntarse si tendría algo que ver el que tuviera dos semanas de retraso. ¿Habrían tenido resultado los esfuerzos de Edward?

-Y que lo digas... -lo miró lascivamente.

—Compórtate, esposa mía —se rió él y le tomó la mano.

-Creí que me estaba comportando, esposo mío.

-Estamos totalmente reconciliados, ¿no?

-Sí.

Edward se quedó en silencio. Luego preguntó:

-¿Ya no piensas en el divorcio?

-No. Te lo he dicho, que estaba comprometida con nuestro matrimonio.

-¿Ya no me consideras un ser despreciable?

-No.

-Entonces, ¿por qué no has vuelto a declararme tu amor desde el día siguiente a nuestra boda?

Bella se puso tensa.

-Tú no te casaste conmigo por amor.

—¿Y niega eso tu amor por mí?

¿Y qué le importaba eso a él?

Bella quitó la mano de la de Edward y miró por la ventana. El cielo estaba gris y el asfalto, mojado.

-¿Qué es lo que quieres que te diga?

—Quiero que me digas que me amas.

Sabía que él tenía el deber de llegar a amarla. Pero ella no quería su deber. Quería que sintiera las mismas emociones que ella tenía dentro.

Al ver que Bella no contestaba, le acarició la mejilla.

-¿Es tan difícil, pequeña gatita?

-No estoy segura de que éste sea el lugar indicado para esta charla.

Con el rabillo del ojo, lo vio volver a poner la mano en el volante..

-Tal vez tengas razón.

Ella lamentaba que todo el entendimiento que ha bían compartido durante aquellas semanas se estrope ase.

¿Cómo podía explicarle que decirle que lo amaba la hacía sentirse vulnerable?

¿Que el no decírselo la protegía contra su indiferen cia?

Pero él no era indiferente.

Quería oír sus palabras de amor. ¿Sería posible que empezara a amarla? ¿Se sentiría tan vulnerable como ella porque no le había dicho que lo amaba desde que se había enterado de las verdaderas razones de su ma trimonio?

Tal vez, no expresando sus sentimientos no daba lu gar a que él expresara los suyos, o al menos a permitir que los suyos crecieran.

Ella lo miró.

-Yo te amo -dijo con voz tenue, casi un suspiro.

Pero él la oyó.

Edward apretó el volante.

-Tienes razón. Éste no es el lugar para declaracio nes como ésta -respondió Edward.

Ella se sintió herida por el rechazo de Edward a sus palabras.

-¿Por qué? -preguntó.

-Porque ahora quiero hacerte el amor con pasión y faltan todavía quince minutos para llegar a casa.

Bella llamó a la oficina de su padre al día si guiente. Tenían que hablar. Pero Charlie Swan ha bía volado a Sudamérica por negocios y no volvería hasta después de varios días. Bella arregló un en cuentro para verlo antes de que abandonase el país nuevamente. Esta vez a la provincia de Kadar, en Jawhar.

El día antes del encuentro con su padre, Bella estaba en el salón del piso que compartía con Edward, echada en el sofá, con un libro de Astronomía en el re gazo.'Miró una foto de un telescopio muy similar al que Edward le había regalado por su boda en Kadar, y recordó aquellos días.

Edward había pasado los primeros diez años de su infancia en aquel palacio. Se lo imaginó de pequeño, aprendiendo a montar en camello, tomándole el pelo a su hermana pequeña, como lo hacen los niños, tre pando al regazo de su madre cuando estaba cansado.

Bella se tocó suavemente el vientre y se ima ginó lo mismo pero con su hijo. Sólo que le costaba imaginarlos en Seattle. El palacio de Kadar había sido un hogar para ellos, un hogar grande, pero un hogar.

El ático en el que vivían no era lo mismo.

En el palacio estaba presente la tradición, la fami lia, y las responsabilidades políticas, una forma de vida completamente diferente a la que su niño conoce ría en Seattle.

-Hola, pequeña gatita. ¿Has tenido un buen día en la biblioteca?

Bella había estado tan ensimismada en sus pen samientos, que no lo había oído llegar.

Sorprendida, alzó la vista y sonrió:

-Hola. Ha sido un día maravilloso. Ven, siéntate conmigo. Te lo contaré todo.

Edward se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata antes de tirarla en una silla. Luego se desabrochó los dos últimos botones de la camisa. Se le veía el vello del pecho.

Edward extendió la mano y le dijo, pasando el dedo por la uve que dejaba al descubierto.

-Eres un hombre muy sexy, Edward.

-Me alegra que digas eso -contestó él, mirándola con deseo.

Edward la besó. Siempre que pasaban más de cinco minutos separados, la saludaba de ese modo.

Los labios de Edward tenían algo que la hacían ren dirse a su tacto.

Diez minutos más tarde, ella estaba echada encima de su regazo, con los botones de su suéter abiertos y con el sujetador desprendido.

Edward le acarició el pecho.

-Volver a casa para tener una bienvenida así, com pensa cualquier cosa.

-¿Y qué compenso yo, el tráfico de Seattle? -pre guntó Bella, con deseo.

Él se rió y la abrazó fuertemente.

Ella se echó atrás para ver sus ojos:

-Tengo noticias -declaró.

-No dudes en decírmelas.

Bella sonrió. Le encantaba cuando hablaba como un jeque.

-El lunes sólo trabajo media jornada en la biblio teca, así que si tienes que viajar por negocios, puedo ir contigo.

-Son muy buenas noticias.

-Supuse que te gustaría.

Bella se acurrucó en su regazo y agregó:

-Hay más.

-¿Por qué no esperas para contármelo?

Ella agitó la cabeza.

-Quiero decírtelo ahora.

Él rodeó su cadera.

-Entonces, dímelo antes de que te viole aquí, en el sofá.

-Hay una razón para que trabaje sólo media jornada.

-¿Cuál?

—Has conseguido lo que querías.

-No te he pedido que trabajes menos horas.

-No voy a trabajar media jornada porque tú lo quie ras. He acortado mi horario para adaptarlo a un cambio que habrá en la familia -Bella lo besó-. Voy a te ner un hijo tuyo.

Edward la miró, petrificado. Luego cambió aquel gesto por una gran alegría.

—Gracias —susurró y la besó.

Era la mayor muestra de afecto que ella le había visto nunca. Luego empezó a hablar en árabe, acari ciando su vientre, besando sus labios.

Agarró uno de sus pechos y dijo:

-Mi bebé va a succionar leche de aquí.

Los ojos de Bella se llenaron de lágrimas.

-Sí.

Edward le dio un beso suave en uno de los pezones y luego en el otro. Se puso encima de ella.

Al rato ya estaban sin ropa. Él le pagó tributo a sus pechos nuevamente, luego la cubrió de besos por toda la cara, y desde allí se deslizó lentamente hasta el om bligo.

-Mi hijo se alimenta y se protege en la tibieza de tu cuerpo.

Bella entrelazó sus dedos al pelo de Edward. A sus ojos asomaron unas lágrimas de amor, de alegría.

Edward descansó su boca en los rizos rubios de su pubis. Cuando su lengua separó los pétalos de su femi neidad y buscó el punto justo de su placer, ella se ar queó de goce.

-¡ Edward!

Edward le separó los muslos y siguió haciéndole el amor con la boca hasta que ella se convulsionó de pla cer. Luego la poseyó con un empuje profundo y seguro.

-Este placer ha sido el origen de la vida entre noso tros.

-¡Oh, Edward, cariño! Amor mío...

Edward la besó y ella no pudo decirle más palabras de amor. Pero su corazón siguió diciéndoselas en su interior.

Hicieron el amor con ritmo pausado, decidido, de sesperado.

Después, Edward se desmoronó encima de ella. Bella le acarició la espalda con ternura.

-Te amo -le dijo.

Edward alzó la cabeza. La miró seriamente.

-No dejes de amarme, te lo ruego -dijo.

-Nunca te dejaré de amar -le prometió-. Siempre te amaré.

-Entonces, todo vale la pena, alhaja mía. Porque el regalo de tu amor y el regalo de nuestro hijo hace que cualquier sacrificio valga la pena.

-¿Qué sacrificio?

Edward no le contestó.

La besó nuevamente y la conversación se esfumó bajo el fuego de su pasión.

Bella se vistió para el encuentro con su padre.

No había tenido una conversación con él desde ha cía años.

Su padre estaba hablando por teléfono cuando entró Bella. Al verla, se puso pálido. Dijo algo por el auricular y luego colgó.

-Bella.

Ahora que estaba allí, ella no sabía cómo empezar.

-¿Quieres una taza de té? ¿Algún refresco? -le ofreció Charlie.

Bella negó con la cabeza.

-No. Quiero hablar contigo.

-Acerca de tu matrimonio -afirmó Charlie Swan

-¿Cómo lo sabes?

Su padre se echó hacia atrás en su sillón de ejecu tivo.

- Edward me llamó desde Jawhar para decirme que tú estabas enterada del trato de las excavaciones.

-¿No es exactamente el tipo de trato que sueles ha cer, no? En lugar de pagar por el privilegio de excavar en Jawhar, pagaste con tu hija, como un comerciante de la Edad Media, ¿verdad?

Los ojos de su padre la miraron con reproche.

-No fue así.

Bella se sentó frente a su escritorio y se cruzó de piernas, tratando de aparentar un aire de seguridad que no sentía.

-¿Por qué no me lo dijiste?

—Sabes que tu madre y yo hemos estado preocupa dos por tu falta de vida social. Cuando apareció este negocio del rey Aro, yo vi un modo de matar dos pá jaros de un tiro. No hice nada para hacerte daño.

Bella se puso de pie y se inclinó encima de su escritorio.

—¿Que no has hecho nada para hacerme daño? ¿Cómo crees que me sentí cuando descubrí que el hombre al que amaba no me amaba? ¿Que se había ca sado como parte de un acuerdo comercial? ¡Eso duele! ¡Y mucho!

Su padre se hundió nuevamente en el sillón, pero no dijo nada.

-Déjame que te diga una cosa. Descubrí que mi pa dre y mi marido me habían mentido. Yo sabía que no era tan importante para ti como Alice, ¡pero nunca pensé que me veías como moneda de cambio!

Charlie se pasó la mano por la cara.

—No eres moneda de cambio para mí. No te vendí como esclava en un país del Tercer Mundo, Bella. Te casé con un socio.

-Sin decírmelo

-¡Diablos, no! No te lo dije. Habrías salido co rriendo.

-Entonces le dijiste a Edward cómo arreglar un en cuentro casual.

-Me pareció la mejor manera de que le dieras una oportunidad. Mira, Bella. El tratamiento de láser te quitó las cicatrices de la cara. Pero eso no fue sufi ciente. Tu madre y yo pensamos que una vez que las cicatrices no se te notasen, todo iría bien. Que empeza rías a salir como tu hermana, y que un día te casarías. Tendrías una vida.

Bella desvió la mirada. No quería ver los ojos de pena de su padre.

-Pero no fue así. Tú no confías en la gente, sobre todo en los hombres. ¡Diablos! Tal vez eso sea culpa mía. Yo hacía como que no pasaba nada porque no po día solucionar tu problema. Y tú te sentías rechazada por ello. Me equivoqué. Pero ahora ya no puedo hacer nada para enmendarlo. Tal vez te diera miedo ser re chazada otra vez. No lo sé, pero hasta que apareció Edward, tú no demostrabas tus emociones.

-Yo confiaba en Edward.

-Tú te enamoraste de él. No le eches la culpa a él del trato, Bella. El tipo de trato que hicimos es muy común en su cultura.

-Me lo he figurado. El hecho de que yo haya sido un medio para un fin no me quita valor ante sus ojos.

-Bueno, en cuanto a eso, supongo que sabrás que no habrá necesidad de visados permanentes.

-¿A qué te refieres?

-¿No te lo ha dicho Edward? El servicio secreto de su tío tendió una trampa a los disidentes. Están en la cárcel, esperando el juicio.

¿Por qué no le había dicho nada Edward?

—¿Cuándo ha sucedido esto?

-Ayer.

Ella recordó la pasión en el beso de Edward, la men ción de un cierto sacrificio, y el dolor en sus ojos al principio, cuando ella le había dicho que estaba emba razada.

-Me tengo que ir -dijo Bella y se puso de pie.

Quería tener tiempo para pensar.

-¿Estás bien? -su padre le puso la mano en el hom bro.

-Estoy bien. ¿Por qué no iba a estarlo?

-Lo siento, Bella. Si pudiera cambiar el curso de los acontecimientos, lo cambiaría.

Y ella lo creía.

Quince minutos más tarde, mientras entraba en el ático, se preguntaba por el verdadero significado de las confesiones de su padre para la relación entre Edward

y ella. No podía olvidar aquel momento de dolor en el gesto de Edward. ¿Lamentaría haberse casado con ella, ahora que no le supondría ningún beneficio personal?

La luz del contestador telefónico llamó su atención cuando dejó su bolso encima de la mesa. No estaba en condiciones de escuchar el mensaje. Demasiados pen samientos inundaban su mente. Prefería no agregar uno más.

Se sentó y recordó distintos momentos con Edward. Las imágenes fueron pasando una a una.

Recordó la primera vez que Edward y ella habían compartido la pasión. No habían hecho el amor, a pe sar de que él lo había deseado desesperadamente.

La siguiente imagen fue la reacción de Edward cuando ella había planteado el divorcio. Se había puesto furioso. Y había hecho todo lo posible por ha cerla cambiar de opinión.

Luego recordó su vida con él. Feliz. Satisfecha. Contentos el uno con el otro. Sexualmente insaciables. En armonía.

No comprendía el motivo de la mirada de tristeza de Edward, pero estaba segura de que no estaba relacio nada con la idea de que él se sintiera obligado a cargar con ella. El hecho de que no le hubiera dicho que ha bían apresado a los rebeldes indicaba que ese aspecto era incidental en su relación con ella.

Se puso de pie y presionó el botón del contestador telefónico.

Se quedó helada al oír la voz del rey de Jawhar. Pero aún más cuando lo oyó pedirle que fuera ella quien lo llamase y no Edward.

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