Capítulo 10
AQUELLO de que tenían «mucho que hacer» le pareció a Bella algo exagerado, según pa saba la tarde del día siguiente.
Una boda beduina, evidentemente, era un evento que necesitaba tantos preparativos como la boda por la que habían pasado en Seattle.
No había visto a Edward en todo ese tiempo. Había estado confinada en la tienda de su hermana desde que habían llegado y cuando Bella había preguntado, Rosalie había sonreído y se había encogido de hom bros. La respuesta, parecía ser que lo vería cuando su abuelo se lo permitiese.
Bella se preguntaba qué pensaría Edward. Si asumiría que ella iba a seguir la ceremonia sin más, o si seguiría oponiéndose.
Ni ella misma sabía qué quería. Habían sucedido demasiadas cosas, estaba demasiado sensible emocionalmente como para hacer otra cosa que intentar repri mir sus lágrimas. Afortunadamente, Rosalie le facilitó las cosas, asumiendo que el silencio era un asenti miento y que estaba feliz, cuando no lo estaba.
Durante los preparativos, Rosalie le contó que había residido en Kadar hasta los ocho años. Le había expli cado también por qué Edward se había ido a vivir con el rey Aro y ella con su abuelo. Bella sentía escalo fríos al recordar lo que Rosalie le había contado.
El intento de golpe de hacía veinte años había ma tado a sus padres. Edgard y ella habían estado a punto de morir, pero su hermano, con diez años, se las había ingeniado para sacar a su hermana del palacio, en me dio del ataque, y había ido en busca de la tribu de su abuelo en el desierto. Cuando habían llegado hasta los beduinos, ambos niños estaban deshidratados y desnu tridos, pero vivos.
Bella pensó en Edward: un niño de diez años que había asumido la responsabilidad de salvar a su hermana pequeña. La idea la enterneció. Porque, por lo que había dicho Rosalie, Edward no sólo había per dido a sus padres, sino que más tarde lo habían sepa rado del familiar más cercano que le quedaba.
Rosalie había sido criada entre los beduinos, y Edward en cambio había sido educado para ser el jeque de Kadar, como un hijo adoptivo del rey Aro.
Sus sentimientos de obligación hacia el Rey esta ban basados en algo más que en un sentido del honor. Estaban basados en cuestiones emotivas también. ¿Cómo podía ser de otro modo, si el Rey había sido la única entidad consistente en su vida?
—¿Y los disidentes, son los mismos que amenazan a la familia real ahora?—preguntó Bella a Rosalie.
—Sí. Aunque son menos que entonces. Los hijos si guieron a los padres cuando éstos murieron. Aunque no tienen apoyo de la gente, siguen perpetrando cosas horribles. Si Edward no hubiera estado tan bien entre nado, lo habrían matado en el intento de asesinato.
Bella se estremeció.
—¿Intentaron matar a Edward?
—Sí. ¿No te lo ha contado? Hombres, hombres. Ocultan esas cosas creyendo que protegen nuestros sentimientos. Las mujeres damos a luz. No me digas que no somos lo suficientemente fuertes como para sa ber la verdad.
Bella estuvo de acuerdo.
—¿Cuándo sucedió esto?
—La última vez que Edward vino a Kadar. Aquello disgustó mucho a mi abuelo, y por primera vez no se quejó de que Edward regresara a América.
Edward se había casado con ella no sólo por deber, pensó Bella, sino por una verdadera necesidad de proteger a su familia del horror del pasado. Para él, aquellos visados para vivir en los Estados Unidos re presentaban la oportunidad de proteger a su familia. Algo que podía hacer personalmente, en lugar de pa gar a alguien para que lo hiciera.
Lo comprendía.
También comprendía que el concepto de trueque en un matrimonio no era lo mismo para él que para ella.
Rosalie la ayudó a coser unas monedas de oro en su manto para la cabeza. Era una muestra del valor que ella tenía para el pueblo de su abuelo.
Entre aquella gente, una permuta no era sólo acep table, sino normal.
El acuerdo entre el rey Aro y su padre no era nada fuera de lo habitual allí.
En cierto sentido lo comprendía. Pero eso no mer maba el dolor que le provocaba el saber que él no la amaba. Se sentía traicionada por él y por su padre y por su propia mal interpretación de toda la situación. Ella se había querido convencer de que él la amaba, pero él no lo había dicho nunca.
Sólo había sido su necesidad de creerlo.
—¿Y el amor?—preguntó a Rosalie.
—¿A qué te refieres?—preguntó la mujer cosiendo la última moneda a su traje.
—¿El amor no tiene lugar en los matrimonios entre tu gente?
—Por supuesto. ¿Cómo puedes dudarlo?—preguntó Rosalie, sorprendida.—Yo amo a mi marido.
—¿Y él te ama?—preguntó Bella, sin poder evi tarlo.
—¡Oh, sí!—sonrió la hermana de Edward.
—Pero...
—El amor es muy importante entre nuestra gente—Rosalie levantó el manto con las monedas y lo ad miró.
—Pero vuestros matrimonios están basados en asun tos económicos—comentó Bella, intentando com prender.
—El amor y el afecto es algo que aparece después del matrimonio.
—¿Siempre es así?
Rosalie apartó el manto y miró a Bella.
—Es deber del marido y la mujer darse afecto. No debes preocuparte por eso. Vendrá a su tiempo.
Se miraron un momento. Bella no creía que una mujer tan hermosa como Rosalie pudiera com prender sus inseguridades. Era imposible. Rosalie y ella no compartían el mismo medio social, y probable mente hubiera sido fácil para el marido de Rosalie enamorarse de su mujer.
Edward, en cambio, se había casado con una mujer que había sido criada de un modo totalmente diferente. Y además era vulgar y tímida.
Aquella noche pudo ver a Edward bajo la mirada ce losa de su abuelo. No tuvieron oportunidad de hablar de nada privado, algo que la frustró. Puesto que necesitaba hablar con él antes de comprometerse en un ma trimonio beduino.
El hecho de que se estuviera planteando el matri monio era producto del efecto que había tenido su au sencia durante dos días y medio. Lo echaba de menos, y si lo echaba tanto de menos después de no verlo en dos días, ¿cómo iba a soportar la vida sin él?
Aunque el matrimonio había sido algo acordado por un asunto de negocios, él había intentado hacer el esfuerzo de establecer una relación personal entre ellos. Había compartido su tiempo con ella, demos trándole que podían disfrutar de su mutua compañía. Era duro perder su amistad tanto como el hacer el amor con él.
Y eso era importante.
Su cuerpo tenía adicción a él. La avergonzaba sentir aquel deseo físico, pero cuando recordaba el placer que le hacía sentir, le daban ganas de llorar.
¿Qué pasaría si se apartaba de él? Sabía que no amaría a otro hombre como amaba a Edward. Daba igual lo que él sentía por ella. Los sentimientos que te nía por él eran demasiado profundos para sentirlos por otra persona.
Cuando se fue a la cama aquella noche, se sentía confusa y frustrada.
La boda se llevaría a cabo dos días más tarde. Y si esos días seguían el modelo de los que había vivido hasta entonces, no tendría oportunidad de hablar con Edward.
Bella estaba echada en la cama, oyendo los so nidos del desierto y la vida del campamento afuera. Un grupo de hombres pasaron por allí y se oyeron las risas a través de la tienda.
El aire había refrescado significativamente y ella se arrebujó entre las mantas.
Estaba a punto de dormirse cuando alguien la des pertó tapándole la boca. Bella se asustó.
—Soy yo, Edward.
Ella se sintió aliviada al oír su voz.
—Shh...—le dijo al oído—. Habla bajo o nos descubrirán.
—De acuerdo—susurró Bella—. Pero, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tenemos que hablar.
Edward la ayudó a levantarse. Bella sintió el frío a través del fino camisón. Pero él la envolvió con su capa inmediatamente. Olía a él...
La llevó fuera, por un pasadizo que ella había visto anteriormente. Le sorprendió que hubiera más de una entrada en la tienda.
Al salir fuera, se dio cuenta de que no tenía zapatos, y que sus pies tocaban objetos más salientes que la arena.
Pero Edward pareció adivinarlo, porque la alzó en brazos y la llevó más allá de las luces dibujadas por las antorchas del campamento beduino.
Edward se detuvo y se agachó en la arena sin dejar de sujetarla. Ella quedó apoyada en el regazo de su marido y sintió el efecto inconfundible de su erección. Intentó apartarse. Pero él no la dejó.
—Relájate.
—Estás...—Bella no siguió.
—Lo sé—dijo él, contrariado.
Al menos ahora sabía que el deseo por ella era real.
También le gustaba que hubiera querido hablar con ella antes de la ceremonia beduina. Quería decir que no estaba completamente seguro de ella. Al parecer, su arrogancia tenía límites.
Bella esperó a que él hablase.
—Vamos a casamos por una ceremonia beduina den tro de dos días.
—Eso me han dicho.
Él la miró.
—Según el marido de Rosalie, has estado de prepara tivos todo el día.
—Sí.
Edward tenía que preguntarle algo, si ella pensaba seguir con la boda.
—¿Has pensado que podrías estar embarazada?
Ella se sorprendió de su pregunta. No la esperaba.
¿Sería posible? Sintió una sensación en su corazón. Era posible. Su boda había ocurrido en un período fér til de su ciclo. No había sido planeado, pero el resul tado podría ser un nuevo al Kadar. Su bebé. El bebé de Edward. El bebé de ellos dos.
La idea de tener un hijo suyo en su vientre no era desagradable, pero no podría divorciarse del padre de su hijo, incluso antes de que éste naciera.
—No.
—¿No, no lo has pensado? ¿O no, no estás embara zada?
—No lo he pensado.
—Es curioso, porque yo no he pensado en otra cosa desde la primera vez que sembré mi semilla en tu inte rior.
—No es seguro que haya germinado.
—Teniendo en cuenta la frecuencia con que hemos hecho el amor, yo diría que es bastante probable.
Bella no podía negarlo.
—¿La idea de un hijo mío te resulta desagradable?
Ella le había pedido sinceridad, así que también se ría sincera.
—No.
—¿Vas a querer a mi hijo?
—¿Cómo puedes preguntar eso?
—No es tan raro pensar que el odio que sientes por el padre podrías tenerlo por el hijo.
—Jamás odiaría a un hijo mío.
En cuanto al hecho de odiar al padre, no pensaba contestarle.
—Por el amor de nuestro hijo, ¿asistirás a la ceremo nia que se realizará dentro de dos días?
—No sabemos si hay un niño—dijo ella.
Pero la idea le resultaba agradable.
—Tampoco sabemos que no lo hay.
—Sería una vergüenza para ti que yo no aceptase se guir con la boda, ¿verdad?
—Sí. Y también sería una vergüenza para el niño fruto de nuestra unión—dijo él.
—No puedo hacer promesas que no tengo intención de cumplir.
—No hay promesas en la boda beduina—la tranquilizó.
Al parecer Edward creía que ella había dejado de amarlo. ¡Como si fuera tan fácil!
—Te casaste conmigo como parte de un acuerdo de negocios.
—No puedo negarlo, pero eso no niega la realidad del matrimonio.
—Me secuestraste.
—Fue necesario.
—Para lograr lo que tú querías.
—Por tu seguridad.
—Eso no tiene sentido.
¿Cómo iba a estar en peligro volviendo a Seattle?
—Hubo amenazas de muerte contra ti al día si guiente de nuestra boda.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Llegó una carta al palacio. El rey Aro me la mos tró el día que nos marchamos.
Aquello había ocurrido cuando ella estaba planeando huir, reflexionó Bella. No le extrañaba que Edward hubiera tenido el helicóptero preparado en el aero puerto.
—Mi deber es protegerte. No podía dejarte marchar.
—Deber—dijo ella, disgustada. Iba a odiar esa pala bra.
—Sí. Deber. Responsabilidad. Aprendí esas palabras muy joven. Soy un jeque. No puedo olvidarme de mis promesas tan fácilmente como tú de las tuyas hechas durante nuestra boda.
Aquello la enfureció, y se levantó de su regazo, ca yendo en la arena fría del desierto.
—No me olvido de ellas—dijo, ya de pie.
Edward se levantó también.
—¿No?—preguntó él.
—Las hice engañada.
—Te cortejaron.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Es la verdad.
«Tu verdad», pensó ella.
Ella suspiró.
—Debería volver antes de que tu hermana se dé cuenta de que me he ido de la tienda.
—No hemos terminado de hablar.
—Quieres decir que no he estado de acuerdo con tus planes.
—Quiero tu promesa de que celebrarás la ceremonia de la boda.
—Necesito tiempo para pensarlo.
—Tienes dos días para hacerlo.
—¿Qué harás si digo que no?
Por toda respuesta Edward la besó tan furiosamente como apasionadamente. Con deseo también. Y seduc ción. Cuando dejó de besarla, ella apenas se sostenía de pie.
—Celebrarás la ceremonia, para que seas mi esposa a los ojos de mi abuelo. Luego te haré el amor y tú te olvidarás del asunto del divorcio.
Aquella presunción la enfadó.
—¿Por qué no? Ya hemos pasado por una farsa de boda. ¿Por qué no otra más?
Bella pensó que Edward iba a explotar, pero no lo hizo.
—Por supuesto—respondió él, tenso.
La alzó en brazos y la llevó a la tienda de campaña. No la bajó hasta dejarla en la cama.
—Buenas noches, aziz—y la besó.
Ella esperaba otro apasionado asalto a sus sentidos. Pero le hizo una caricia suave, que dejó a sus labios deseando más.
Luego se fue.
Bella frunció la nariz por el olor y la visión del camello que estaba arrodillado delante de ella.
Rosalie le había dicho que su marido había montado aquel animal en las tres últimas carreras, y que había salido victorioso. Pero aquello no la tranquilizaba, se gún subía a la silla que había encima del lomo del ca mello.
Ni siquiera había montado un caballo, y ahora tenía que montar un camello.
Se acomodó en la silla.
Se suponía que debía ir en aquel medio de transporte a su boda. Evidentemente, aquél era el equiva lente romántico del coche tirado por caballos que ha bía soñado para su boda en Seattle. Pero igualmente no habría podido ser, por el clima frío de su ciudad.
El viejo jeque montaba solo su camello. Había di cho que, puesto que el padre de Catherine no estaba allí para hacerlo, era un honor ocupar su lugar.
Al llegar, se sintió observada por todos. La gente se había reunido para ver su boda.
Cuando llegaron al sitio donde se celebraría la cere monia, el viejo jeque la ayudó a bajar del camello y la acompañó a su lugar, al lado de Edward. Ella no lo miró durante el enlace, sino que mantuvo la vista baja, como le había instruido Rosalie.
La ceremonia no fue muy larga, pero el Mensaf, una cena preparada para su unión, sí lo fue.
Hombres y mujeres comían separados y luego se reunieron para los entretenimientos. Se sentaron al aire libre con un fuego alrededor de ellos. La madera estaba tan seca que apenas había humo, pero el olor a achicoria llenaba el aire. Los hombres tocaban instru mentos y las mujeres cantaban.
Edward le traducía las letras al oído con voz sensual, rodeándole la cintura.
Ella no podía ignorar cuánto le afectaba su tacto, y su deseo por él, que crecía día a día en las cuatro no ches que llevaba durmiendo sola.
Rosalie llevó a Bella a las habitaciones de Edward en la tienda de su abuelo. Era muy tarde.
Unas linternas iluminaban la amplia habitación. Las paredes estaban cubiertas de seda de colores y el suelo estaba tapado por alfombras de lana hechas por las mujeres beduinas.
La cama estaba llena de cojines y estaba rodeada por una especie de cortina que colgaba del techo. Era como una tienda dentro de otra tienda.
No había casi muebles, a excepción de la impo nente cama. Cojines enormes hacían de sillas, supuso Bella, al verlos alrededor de una pequeña mesa re donda.
Bella decidió esperar a Edward sentada en uno de los cojines en lugar de esperarlo en la cama.
No sabía cuánto tendría que esperarlo, puesto que no conocía las costumbres de la cultura de su abuelo.
Después de oír el trajín de fuera de la tienda, oyó la inconfundible voz de su marido.
Dirigió su mirada al lugar por donde se suponía que podía entrar, y entonces se dio cuenta de la similitud entre su fantasía y la realidad que estaba viviendo.
Había sido secuestrada por un jeque y esperaba que él fuera a su encuentro. Pero a diferencia del sueño, Edward era de carne y hueso. Podía tocarlo y él la toca ría.
Se estremeció al pensarlo.
Edward se detuvo en la entrada de la tienda.
Bella lo estaba esperando dentro. Había impre sionado a Rosalie con su dulzura, a su abuelo con su humildad y también había escandalizado a las mujeres que, junto a Rosalie, habían preparado a Bella para la boda, puesto que ésta se había negado a ponerse hena en el pelo.
Pero había estado muy callada durante la fiesta. Al menos no se había negado a seguir con la boda. No ha bía estado seguro de que asistiera hasta verla al lado de su abuelo en el camello. Pero para ella había sido una farsa.
Él le demostraría aquella noche que no era un ma trimonio ficticio.
Abrió la abertura de la tienda y entró.
Al verla sentada en un cojín se detuvo. Se había quitado el manto de monedas de la cabeza. Llevaba el pelo suelto. Él aspiró su fragancia femenina.
—Mi abuelo está contento contigo.
Ella lo miró con sus ojos chocolates.
—¿Sabe por qué te has casado conmigo?
—No conoce el arreglo que hizo mi tío con tu padre, no.
—Rosalie me ha dicho que esto se considera como una dote para una novia, incluso para la futura esposa del jeque.
Edward hubiera querido saber qué estaba pensando Bella.
—Mi abuelo te valora.
Ella bajó la mirada.
—¿Y tú?
—¿Si te valoro?
—Sí.
—¿Lo dudas?
Era su esposa. Algún día, Dios quisiera, finalmente entendería lo que significaba para un hombre que ha bía sido educado y criado como lo había sido él.
—Si no lo dudase, no lo preguntaría.
A Edward le disgustaba su desconfianza.
—El día que llegamos a Jawhar te hice una promesa.
Ella frunció el ceño.
—Prometiste no volver a mentirme.
—Y no lo he hecho.
Ella asintió.
—Pero te hice otra promesa antes de eso, pequeña gatita.
Ella pareció confusa.
—Te prometí poner tus deseos y necesidades por de lante de todo. Dime, ¿no crees que te valoro?
—¿Quieres decir que si tu familia quiere algo que se opone a lo que yo quiero, primarás mis deseos por en cima de los suyos?—preguntó Bella.
—Sí. Eso es lo que digo.
—O sea que si digo que no quiero que les garantices sus visados, ¿tú aceptarías?
—¿Dirías eso si sus vidas estuvieran en peligro?—preguntó Edward en lugar de responder.
—No—contestó ella con la cabeza baja.
—Eres muy pesimista—comentó él.
—¿Qué?—ella alzó la mirada.
—Sólo ves lo negativo de las cosas.
AQUELLO de que tenían «mucho que hacer» le pareció a Bella algo exagerado, según pa saba la tarde del día siguiente.
Una boda beduina, evidentemente, era un evento que necesitaba tantos preparativos como la boda por la que habían pasado en Seattle.
No había visto a Edward en todo ese tiempo. Había estado confinada en la tienda de su hermana desde que habían llegado y cuando Bella había preguntado, Rosalie había sonreído y se había encogido de hom bros. La respuesta, parecía ser que lo vería cuando su abuelo se lo permitiese.
Bella se preguntaba qué pensaría Edward. Si asumiría que ella iba a seguir la ceremonia sin más, o si seguiría oponiéndose.
Ni ella misma sabía qué quería. Habían sucedido demasiadas cosas, estaba demasiado sensible emocionalmente como para hacer otra cosa que intentar repri mir sus lágrimas. Afortunadamente, Rosalie le facilitó las cosas, asumiendo que el silencio era un asenti miento y que estaba feliz, cuando no lo estaba.
Durante los preparativos, Rosalie le contó que había residido en Kadar hasta los ocho años. Le había expli cado también por qué Edward se había ido a vivir con el rey Aro y ella con su abuelo. Bella sentía escalo fríos al recordar lo que Rosalie le había contado.
El intento de golpe de hacía veinte años había ma tado a sus padres. Edgard y ella habían estado a punto de morir, pero su hermano, con diez años, se las había ingeniado para sacar a su hermana del palacio, en me dio del ataque, y había ido en busca de la tribu de su abuelo en el desierto. Cuando habían llegado hasta los beduinos, ambos niños estaban deshidratados y desnu tridos, pero vivos.
Bella pensó en Edward: un niño de diez años que había asumido la responsabilidad de salvar a su hermana pequeña. La idea la enterneció. Porque, por lo que había dicho Rosalie, Edward no sólo había per dido a sus padres, sino que más tarde lo habían sepa rado del familiar más cercano que le quedaba.
Rosalie había sido criada entre los beduinos, y Edward en cambio había sido educado para ser el jeque de Kadar, como un hijo adoptivo del rey Aro.
Sus sentimientos de obligación hacia el Rey esta ban basados en algo más que en un sentido del honor. Estaban basados en cuestiones emotivas también. ¿Cómo podía ser de otro modo, si el Rey había sido la única entidad consistente en su vida?
—¿Y los disidentes, son los mismos que amenazan a la familia real ahora?—preguntó Bella a Rosalie.
—Sí. Aunque son menos que entonces. Los hijos si guieron a los padres cuando éstos murieron. Aunque no tienen apoyo de la gente, siguen perpetrando cosas horribles. Si Edward no hubiera estado tan bien entre nado, lo habrían matado en el intento de asesinato.
Bella se estremeció.
—¿Intentaron matar a Edward?
—Sí. ¿No te lo ha contado? Hombres, hombres. Ocultan esas cosas creyendo que protegen nuestros sentimientos. Las mujeres damos a luz. No me digas que no somos lo suficientemente fuertes como para sa ber la verdad.
Bella estuvo de acuerdo.
—¿Cuándo sucedió esto?
—La última vez que Edward vino a Kadar. Aquello disgustó mucho a mi abuelo, y por primera vez no se quejó de que Edward regresara a América.
Edward se había casado con ella no sólo por deber, pensó Bella, sino por una verdadera necesidad de proteger a su familia del horror del pasado. Para él, aquellos visados para vivir en los Estados Unidos re presentaban la oportunidad de proteger a su familia. Algo que podía hacer personalmente, en lugar de pa gar a alguien para que lo hiciera.
Lo comprendía.
También comprendía que el concepto de trueque en un matrimonio no era lo mismo para él que para ella.
Rosalie la ayudó a coser unas monedas de oro en su manto para la cabeza. Era una muestra del valor que ella tenía para el pueblo de su abuelo.
Entre aquella gente, una permuta no era sólo acep table, sino normal.
El acuerdo entre el rey Aro y su padre no era nada fuera de lo habitual allí.
En cierto sentido lo comprendía. Pero eso no mer maba el dolor que le provocaba el saber que él no la amaba. Se sentía traicionada por él y por su padre y por su propia mal interpretación de toda la situación. Ella se había querido convencer de que él la amaba, pero él no lo había dicho nunca.
Sólo había sido su necesidad de creerlo.
—¿Y el amor?—preguntó a Rosalie.
—¿A qué te refieres?—preguntó la mujer cosiendo la última moneda a su traje.
—¿El amor no tiene lugar en los matrimonios entre tu gente?
—Por supuesto. ¿Cómo puedes dudarlo?—preguntó Rosalie, sorprendida.—Yo amo a mi marido.
—¿Y él te ama?—preguntó Bella, sin poder evi tarlo.
—¡Oh, sí!—sonrió la hermana de Edward.
—Pero...
—El amor es muy importante entre nuestra gente—Rosalie levantó el manto con las monedas y lo ad miró.
—Pero vuestros matrimonios están basados en asun tos económicos—comentó Bella, intentando com prender.
—El amor y el afecto es algo que aparece después del matrimonio.
—¿Siempre es así?
Rosalie apartó el manto y miró a Bella.
—Es deber del marido y la mujer darse afecto. No debes preocuparte por eso. Vendrá a su tiempo.
Se miraron un momento. Bella no creía que una mujer tan hermosa como Rosalie pudiera com prender sus inseguridades. Era imposible. Rosalie y ella no compartían el mismo medio social, y probable mente hubiera sido fácil para el marido de Rosalie enamorarse de su mujer.
Edward, en cambio, se había casado con una mujer que había sido criada de un modo totalmente diferente. Y además era vulgar y tímida.
Aquella noche pudo ver a Edward bajo la mirada ce losa de su abuelo. No tuvieron oportunidad de hablar de nada privado, algo que la frustró. Puesto que necesitaba hablar con él antes de comprometerse en un ma trimonio beduino.
El hecho de que se estuviera planteando el matri monio era producto del efecto que había tenido su au sencia durante dos días y medio. Lo echaba de menos, y si lo echaba tanto de menos después de no verlo en dos días, ¿cómo iba a soportar la vida sin él?
Aunque el matrimonio había sido algo acordado por un asunto de negocios, él había intentado hacer el esfuerzo de establecer una relación personal entre ellos. Había compartido su tiempo con ella, demos trándole que podían disfrutar de su mutua compañía. Era duro perder su amistad tanto como el hacer el amor con él.
Y eso era importante.
Su cuerpo tenía adicción a él. La avergonzaba sentir aquel deseo físico, pero cuando recordaba el placer que le hacía sentir, le daban ganas de llorar.
¿Qué pasaría si se apartaba de él? Sabía que no amaría a otro hombre como amaba a Edward. Daba igual lo que él sentía por ella. Los sentimientos que te nía por él eran demasiado profundos para sentirlos por otra persona.
Cuando se fue a la cama aquella noche, se sentía confusa y frustrada.
La boda se llevaría a cabo dos días más tarde. Y si esos días seguían el modelo de los que había vivido hasta entonces, no tendría oportunidad de hablar con Edward.
Bella estaba echada en la cama, oyendo los so nidos del desierto y la vida del campamento afuera. Un grupo de hombres pasaron por allí y se oyeron las risas a través de la tienda.
El aire había refrescado significativamente y ella se arrebujó entre las mantas.
Estaba a punto de dormirse cuando alguien la des pertó tapándole la boca. Bella se asustó.
—Soy yo, Edward.
Ella se sintió aliviada al oír su voz.
—Shh...—le dijo al oído—. Habla bajo o nos descubrirán.
—De acuerdo—susurró Bella—. Pero, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tenemos que hablar.
Edward la ayudó a levantarse. Bella sintió el frío a través del fino camisón. Pero él la envolvió con su capa inmediatamente. Olía a él...
La llevó fuera, por un pasadizo que ella había visto anteriormente. Le sorprendió que hubiera más de una entrada en la tienda.
Al salir fuera, se dio cuenta de que no tenía zapatos, y que sus pies tocaban objetos más salientes que la arena.
Pero Edward pareció adivinarlo, porque la alzó en brazos y la llevó más allá de las luces dibujadas por las antorchas del campamento beduino.
Edward se detuvo y se agachó en la arena sin dejar de sujetarla. Ella quedó apoyada en el regazo de su marido y sintió el efecto inconfundible de su erección. Intentó apartarse. Pero él no la dejó.
—Relájate.
—Estás...—Bella no siguió.
—Lo sé—dijo él, contrariado.
Al menos ahora sabía que el deseo por ella era real.
También le gustaba que hubiera querido hablar con ella antes de la ceremonia beduina. Quería decir que no estaba completamente seguro de ella. Al parecer, su arrogancia tenía límites.
Bella esperó a que él hablase.
—Vamos a casamos por una ceremonia beduina den tro de dos días.
—Eso me han dicho.
Él la miró.
—Según el marido de Rosalie, has estado de prepara tivos todo el día.
—Sí.
Edward tenía que preguntarle algo, si ella pensaba seguir con la boda.
—¿Has pensado que podrías estar embarazada?
Ella se sorprendió de su pregunta. No la esperaba.
¿Sería posible? Sintió una sensación en su corazón. Era posible. Su boda había ocurrido en un período fér til de su ciclo. No había sido planeado, pero el resul tado podría ser un nuevo al Kadar. Su bebé. El bebé de Edward. El bebé de ellos dos.
La idea de tener un hijo suyo en su vientre no era desagradable, pero no podría divorciarse del padre de su hijo, incluso antes de que éste naciera.
—No.
—¿No, no lo has pensado? ¿O no, no estás embara zada?
—No lo he pensado.
—Es curioso, porque yo no he pensado en otra cosa desde la primera vez que sembré mi semilla en tu inte rior.
—No es seguro que haya germinado.
—Teniendo en cuenta la frecuencia con que hemos hecho el amor, yo diría que es bastante probable.
Bella no podía negarlo.
—¿La idea de un hijo mío te resulta desagradable?
Ella le había pedido sinceridad, así que también se ría sincera.
—No.
—¿Vas a querer a mi hijo?
—¿Cómo puedes preguntar eso?
—No es tan raro pensar que el odio que sientes por el padre podrías tenerlo por el hijo.
—Jamás odiaría a un hijo mío.
En cuanto al hecho de odiar al padre, no pensaba contestarle.
—Por el amor de nuestro hijo, ¿asistirás a la ceremo nia que se realizará dentro de dos días?
—No sabemos si hay un niño—dijo ella.
Pero la idea le resultaba agradable.
—Tampoco sabemos que no lo hay.
—Sería una vergüenza para ti que yo no aceptase se guir con la boda, ¿verdad?
—Sí. Y también sería una vergüenza para el niño fruto de nuestra unión—dijo él.
—No puedo hacer promesas que no tengo intención de cumplir.
—No hay promesas en la boda beduina—la tranquilizó.
Al parecer Edward creía que ella había dejado de amarlo. ¡Como si fuera tan fácil!
—Te casaste conmigo como parte de un acuerdo de negocios.
—No puedo negarlo, pero eso no niega la realidad del matrimonio.
—Me secuestraste.
—Fue necesario.
—Para lograr lo que tú querías.
—Por tu seguridad.
—Eso no tiene sentido.
¿Cómo iba a estar en peligro volviendo a Seattle?
—Hubo amenazas de muerte contra ti al día si guiente de nuestra boda.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Llegó una carta al palacio. El rey Aro me la mos tró el día que nos marchamos.
Aquello había ocurrido cuando ella estaba planeando huir, reflexionó Bella. No le extrañaba que Edward hubiera tenido el helicóptero preparado en el aero puerto.
—Mi deber es protegerte. No podía dejarte marchar.
—Deber—dijo ella, disgustada. Iba a odiar esa pala bra.
—Sí. Deber. Responsabilidad. Aprendí esas palabras muy joven. Soy un jeque. No puedo olvidarme de mis promesas tan fácilmente como tú de las tuyas hechas durante nuestra boda.
Aquello la enfureció, y se levantó de su regazo, ca yendo en la arena fría del desierto.
—No me olvido de ellas—dijo, ya de pie.
Edward se levantó también.
—¿No?—preguntó él.
—Las hice engañada.
—Te cortejaron.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Es la verdad.
«Tu verdad», pensó ella.
Ella suspiró.
—Debería volver antes de que tu hermana se dé cuenta de que me he ido de la tienda.
—No hemos terminado de hablar.
—Quieres decir que no he estado de acuerdo con tus planes.
—Quiero tu promesa de que celebrarás la ceremonia de la boda.
—Necesito tiempo para pensarlo.
—Tienes dos días para hacerlo.
—¿Qué harás si digo que no?
Por toda respuesta Edward la besó tan furiosamente como apasionadamente. Con deseo también. Y seduc ción. Cuando dejó de besarla, ella apenas se sostenía de pie.
—Celebrarás la ceremonia, para que seas mi esposa a los ojos de mi abuelo. Luego te haré el amor y tú te olvidarás del asunto del divorcio.
Aquella presunción la enfadó.
—¿Por qué no? Ya hemos pasado por una farsa de boda. ¿Por qué no otra más?
Bella pensó que Edward iba a explotar, pero no lo hizo.
—Por supuesto—respondió él, tenso.
La alzó en brazos y la llevó a la tienda de campaña. No la bajó hasta dejarla en la cama.
—Buenas noches, aziz—y la besó.
Ella esperaba otro apasionado asalto a sus sentidos. Pero le hizo una caricia suave, que dejó a sus labios deseando más.
Luego se fue.
Bella frunció la nariz por el olor y la visión del camello que estaba arrodillado delante de ella.
Rosalie le había dicho que su marido había montado aquel animal en las tres últimas carreras, y que había salido victorioso. Pero aquello no la tranquilizaba, se gún subía a la silla que había encima del lomo del ca mello.
Ni siquiera había montado un caballo, y ahora tenía que montar un camello.
Se acomodó en la silla.
Se suponía que debía ir en aquel medio de transporte a su boda. Evidentemente, aquél era el equiva lente romántico del coche tirado por caballos que ha bía soñado para su boda en Seattle. Pero igualmente no habría podido ser, por el clima frío de su ciudad.
El viejo jeque montaba solo su camello. Había di cho que, puesto que el padre de Catherine no estaba allí para hacerlo, era un honor ocupar su lugar.
Al llegar, se sintió observada por todos. La gente se había reunido para ver su boda.
Cuando llegaron al sitio donde se celebraría la cere monia, el viejo jeque la ayudó a bajar del camello y la acompañó a su lugar, al lado de Edward. Ella no lo miró durante el enlace, sino que mantuvo la vista baja, como le había instruido Rosalie.
La ceremonia no fue muy larga, pero el Mensaf, una cena preparada para su unión, sí lo fue.
Hombres y mujeres comían separados y luego se reunieron para los entretenimientos. Se sentaron al aire libre con un fuego alrededor de ellos. La madera estaba tan seca que apenas había humo, pero el olor a achicoria llenaba el aire. Los hombres tocaban instru mentos y las mujeres cantaban.
Edward le traducía las letras al oído con voz sensual, rodeándole la cintura.
Ella no podía ignorar cuánto le afectaba su tacto, y su deseo por él, que crecía día a día en las cuatro no ches que llevaba durmiendo sola.
Rosalie llevó a Bella a las habitaciones de Edward en la tienda de su abuelo. Era muy tarde.
Unas linternas iluminaban la amplia habitación. Las paredes estaban cubiertas de seda de colores y el suelo estaba tapado por alfombras de lana hechas por las mujeres beduinas.
La cama estaba llena de cojines y estaba rodeada por una especie de cortina que colgaba del techo. Era como una tienda dentro de otra tienda.
No había casi muebles, a excepción de la impo nente cama. Cojines enormes hacían de sillas, supuso Bella, al verlos alrededor de una pequeña mesa re donda.
Bella decidió esperar a Edward sentada en uno de los cojines en lugar de esperarlo en la cama.
No sabía cuánto tendría que esperarlo, puesto que no conocía las costumbres de la cultura de su abuelo.
Después de oír el trajín de fuera de la tienda, oyó la inconfundible voz de su marido.
Dirigió su mirada al lugar por donde se suponía que podía entrar, y entonces se dio cuenta de la similitud entre su fantasía y la realidad que estaba viviendo.
Había sido secuestrada por un jeque y esperaba que él fuera a su encuentro. Pero a diferencia del sueño, Edward era de carne y hueso. Podía tocarlo y él la toca ría.
Se estremeció al pensarlo.
Edward se detuvo en la entrada de la tienda.
Bella lo estaba esperando dentro. Había impre sionado a Rosalie con su dulzura, a su abuelo con su humildad y también había escandalizado a las mujeres que, junto a Rosalie, habían preparado a Bella para la boda, puesto que ésta se había negado a ponerse hena en el pelo.
Pero había estado muy callada durante la fiesta. Al menos no se había negado a seguir con la boda. No ha bía estado seguro de que asistiera hasta verla al lado de su abuelo en el camello. Pero para ella había sido una farsa.
Él le demostraría aquella noche que no era un ma trimonio ficticio.
Abrió la abertura de la tienda y entró.
Al verla sentada en un cojín se detuvo. Se había quitado el manto de monedas de la cabeza. Llevaba el pelo suelto. Él aspiró su fragancia femenina.
—Mi abuelo está contento contigo.
Ella lo miró con sus ojos chocolates.
—¿Sabe por qué te has casado conmigo?
—No conoce el arreglo que hizo mi tío con tu padre, no.
—Rosalie me ha dicho que esto se considera como una dote para una novia, incluso para la futura esposa del jeque.
Edward hubiera querido saber qué estaba pensando Bella.
—Mi abuelo te valora.
Ella bajó la mirada.
—¿Y tú?
—¿Si te valoro?
—Sí.
—¿Lo dudas?
Era su esposa. Algún día, Dios quisiera, finalmente entendería lo que significaba para un hombre que ha bía sido educado y criado como lo había sido él.
—Si no lo dudase, no lo preguntaría.
A Edward le disgustaba su desconfianza.
—El día que llegamos a Jawhar te hice una promesa.
Ella frunció el ceño.
—Prometiste no volver a mentirme.
—Y no lo he hecho.
Ella asintió.
—Pero te hice otra promesa antes de eso, pequeña gatita.
Ella pareció confusa.
—Te prometí poner tus deseos y necesidades por de lante de todo. Dime, ¿no crees que te valoro?
—¿Quieres decir que si tu familia quiere algo que se opone a lo que yo quiero, primarás mis deseos por en cima de los suyos?—preguntó Bella.
—Sí. Eso es lo que digo.
—O sea que si digo que no quiero que les garantices sus visados, ¿tú aceptarías?
—¿Dirías eso si sus vidas estuvieran en peligro?—preguntó Edward en lugar de responder.
—No—contestó ella con la cabeza baja.
—Eres muy pesimista—comentó él.
—¿Qué?—ella alzó la mirada.
—Sólo ves lo negativo de las cosas.
1 comentarios:
muy buen capitulo me encanta siga asi qe cada dia voy a estar esperando esta historia chicas felicitaciones
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