Dark Chat

domingo, 26 de septiembre de 2010

Esposa de un Jeque

Capitulo 2

Bella entró en la sala de reuniones de un lujoso hotel de Seattle. A pesar de ser temprano, la mitad de los asientos estaban ocupados. Miró la sala en busca de Edward con una sensación de mari posas revoloteando en el estómago. ¿Estaría allí?

¿Realmente la estaría buscando? Era difícil de creer. Y más difícil reconocer las sen saciones que se apoderaban de ella ante la sola idea de verlo.

Una cara con cicatrices y el consecuente trata miento con láser habían hecho que no saliera con chi cos durante la escuela secundaria y la universidad. Su timidez había sido tan extrema entonces, que sus pa dres habían perdido las esperanzas de que se casara. Con el tiempo se había conformado con la idea de que moriría soltera, la tía soltera de la familia, como era tradicional, con cabello cano y casas llenas de recuer dos de otra gente. Era demasiado tímida para ir en busca de hombres y demasiado común para que fueran en busca de ella. Sin embargo, había algo en Edward que la hacía sentirse diferente.

Y eso la asustaba.

Un hombre como aquél era imposible que le corres pondiese.

—Bella. Has llegado.

Bella reconoció aquella voz profunda aun sin darse la vuelta.

—Buenas noches, Edward.

—¿Quieres sentarte conmigo?

Ella asintió, incapaz de responder con su voz. Él la acompañó a una silla en medio del salón, más cerca de la parte de delante de lo que acostumbraba a estar ella.

Edward la ayudó a sentarse tomando su brazo, un gesto tan cautivador como alarmante. Alarmante por que eso significaba que sentiría su tacto. Sus cálidos dedos en su brazo eran suficientes para que perdiera el equilibrio.

Varias personas se dieron la vuelta para mirarlos. Evidentemente, despertaban la curiosidad de los luga reños. Una mujer le sonrió. La recordaba de la biblio teca; una persona agradable pero un poco cotilla.

Bella miró al ponente de aquel día, que estaba hablando con el presidente de la asociación.

El ponente era una autoridad en telescopios de George Lee e Hijos. Se suponía que llevaría un ejemplar de su colección. Bella estaba impaciente por verlo y pensó que el bulto cubierto de seda roja debía de ser el preciado objeto.

Cuarenta minutos más tarde tuvo la confirmación de su sospecha.

El ponente invitó a la audiencia a acercarse y mirarlo.

—¿Quieres verlo?—le preguntó Edward.

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué quiere decir ese gesto?

Bella lo miró. Fue como una bomba que explo tase en su cerebro, y casi dejó escapar un suspiro, pero se lo reprimió.

Sonrió.

—El gesto significa que probablemente me prive de ese placer.

—Te acompañaré.

¿Para protegerla?, se preguntó Bella.

—No es eso—mintió—. Prefiero no esperar en la cola. Ya hay mucha gente formándola.

Edward miró.

—¿Estás segura de que prefieres no verlo?

—Sí.

Edward le interesaba más que el telescopio.

—Entonces, quizás puedas cenar conmigo esta no che y conversar acerca de mi nuevo hobby. Me da la impresión de que conoces bien el tema.

—¿Cenar?

—¿Te da aprensión cenar con un extraño?

Lo que pasaba era que nunca había estado con un jeque, ni jamás había experimentado una mezcla tal de sensaciones físicas como estando cerca de él.

—No—dijo ella, sorprendida.

—Entonces, déjame que te invite a cenar esta noche.

—No sé...

—Por favor—el tono pareció más de orden que de ruego.

Pero a ella le afectó igualmente.

—Supongo que puedo seguirte al restaurante con mi coche.

—Muy bien. ¿Te gusta el marisco?

—Me encanta.

—Hay un bonito restaurante a menos de cien metros de aquí. Podemos ir andando.

—Creo que ha empezado a llover—dijo ella.

Edward sonrió sardónicamente.

—Si es así, te dejaré mi gabardina.

Bella se rió al imaginar el aspecto que tendría con una prenda varias tallas más grandes.

—No hará falta. Sólo que he pensado que no te gus taría mojarte.

—No te lo habría sugerido, en ese caso.

—Por supuesto.

Fue un paseo corto. Y aunque había nubes negras, no llovió.

Se pasaron la cena hablando de su hobby favorito. Bella se sorprendió de lo que sabía Edward y se lo comentó.

—He leído los libros que me has recomendado esta tarde.

—¿Ya?

—Casi todos.

—¡Guau! Supongo que no has tenido que volver al trabajo.

—Todos tenemos nuestras obligaciones—dijo él con una sonrisa.

—No lo malinterpretes. Jamás te hubiera imaginado como alguien que antepone sus hobbys a su trabajo.

—Hay veces en que aparece algo inesperado en nuestras vidas y hay que ponerlo en primer lugar.

Bella hubiera preguntado por aquella afirma ción tan misteriosa, pero no lo conocía lo suficiente como para preguntarle.

Ninguno de los dos tomó postre, y él la acompañó al coche. Agarró las llaves de Bella y lo abrió.

Le hizo señas de que entrase.

—Gracias por la cena—dijo ella antes de sentarse frente al volante.

—Ha sido un placer, Bella.

Dos días más tarde, Edward la invitó a ver un espec táculo el sábado. Se trataba de una especie de recorrido por las estrellas. Requería que estuvieran todo el día juntos y un viaje de tres horas a Portland. La pers pectiva de pasar todo ese tiempo juntos en el espacio cerrado del coche la había tenido nerviosa todo el tiempo.

Y saltó cuando sonó el telefonillo de su piso anun ciando su llegada.

Bella apretó el botón.

—Enseguida bajo—contestó.

—Te espero—respondió él con aquella voz sensual.

Todavía no podía creer que aquel hombre tan atrac tivo estuviera interesado en ella.

Cuando Bellabajó, lo encontró esperando en la entrada.

—Buenos días, Bella . ¿Estás lista para irnos?

Ella asintió mientras lo devoraba con la mirada. Llevaba un suéter y un pantalón que realzaban sus for mas musculosas. A Bellase le secó la boca de de seo. Se lamió los labios y tragó saliva.

—Sí.

—Entonces, vamos— Edward le tomó el brazo y la acompañó afuera, donde los esperaba una limusina ne gra.

—Creí que conducirías tú.

—He querido prestarte toda mi atención exclusiva mente. Hay un cristal que nos da privacidad. Podemos estar todo lo solos que queramos.

Lo dijo de un modo que despertó fantasías en la mente de Bella. Fue una sensación tan sorpren dente, que ella casi dejó escapar un suspiro.

—¿Estás bien?

—B... Bien—balbuceó, casi zambulléndose en el asiento.

Bella lamentó no poder disimular su actitud.

Seguramente las mujeres que salieran con él se desen volverían mejor que ella y no se sentirían turbadas ante su proximidad, reflexionó.

Claro que su sonrisa era letal, pensó Bella cuándo él se sentó frente a ella.

—¿Quieres algo de beber?— Edward abrió una pe queña nevera que había en la limusina.

—Un zumo, por favor.

—Entonces, ¿son los telescopios antiguos tu único hobby?

—¡Oh, no! Soy una lectora voraz. Supongo que por eso trabajo en una biblioteca.

—Lo supuse.

—Sí, pero también me gusta hacer excursiones por zonas naturales—sonrió ella.

Edward alzó las cejas.

—Tal vez debí decir pasear por los bosques.

—¡Ah! ¿Y no sueñas despierta a veces?

Bellase sorprendió de que él hubiera adivinado aquello tan íntimo.

—Sí. Estar lejos de la gente y al aire libre es algo un poco mágico.

—A mí también me gusta estar al aire libre, pero pre fiero el desierto a los bosques.

—Por favor, cuéntame cosas del desierto.

Y lo hizo. Y se pasaron el viaje hablando de cosas que ella no solía hablar con nadie. Edward pareció comprender su timidez. No parecía molestarlo, lo que la ayudaba a poder ser abierta con él.

Tampoco despreció sus opiniones como solía hacer su padre. Y Bella se sintió cautivada por su perso nalidad.

La llevó a almorzar a un restaurante que daba al río Willamette. La comida estaba deliciosa, la vista del río, impresionante, y su compañía, abrumadora para su corazón y sus sentidos. Empezó a temer que se estu viera enamorando de un hombre inalcanzable.

Cuando se sentaron en las butacas del teatro, Edward rodeó los hombros de Bella con su brazo.

Ella no estaba acostumbrada al tacto de un hombre, pero su cuerpo pareció despertarse sexualmente ante aquel contacto.

Edward intuía que Bella se sentía atraída por él, algo que jugaba a su favor, facilitándole la seducción y el cumplimiento del deber.

Gracias a un entrenamiento especializado se había librado de un reciente asesinato, pero sus padres no ha bían tenido la misma suerte. Él no había podido salvar los y eso aún lo obsesionaba.

El hecho de que entonces tuviera diez años de edad no había mitigado su necesidad de proteger a su fami lia en aquel momento, a cualquier precio.

Aún recordaba el sonido del grito de su madre al ver que habían disparado a su esposo delante de ella. Un grito que había sido interrumpido por otro disparo. Su hermana pequeña había sollozado a su lado. Edward le había tomado la mano y la había llevado por un pa saje secreto para sacarla del palacio, un pasadizo cono cido sólo por los miembros de la familia real y sus más fieles sirvientes.

Habían sido días de terrible calor en el desierto. Edward había utilizado las enseñanzas de su abuelo be duino, y había buscado refugio en el desierto para él y su hermana. Había encontrado a la tribu de su abuelo. Y habían sobrevivido. Pero Edward jamás olvidaría el precio.

Un gemido de Bella lo devolvió al presente. Se dio cuenta de que había estado acariciando su cuello con el pulgar. Los ojos de Bella estaban fijos en la pantalla, pero su cuerpo estaba excitado.

Un cortejo y una seducción de un mes antes del ma trimonio podría ser demoledor.

Bella se deleitó en brazos de Edward. Era natu ral que bailase con ella. Después de todo, él era su acompañante y todos estaban bailando.

El baile se hacía para recaudar fondos para el hospi tal de niños de St. Jude. Bella había invitado a Edward para que la acompañase, pensando que le diría que no. Pero no lo había hecho. Había aceptado acompa ñarla e incluso cenar con la familia de ella antes.

Su madre se había sentido seducida por su exótico encanto y su enigmática presencia. Aunque llevaba un traje normal, aquel hombre exudaba un aire de jeque.

—Tu hermana es muy amable.

Bella se acercó unos centímetros a él y se repri mió las ganas de apoyar la cabeza en su hombro y as pirar su fragancia.

—Sí. Mi hermana y yo estamos muy unidas.

—Eso es bueno.

—Eso pienso yo—sonrióBella.

—La familia es muy importante.

—Sí.

Bella no sabía adonde quería llegar él.

—El tener hijos y dejar la herencia de generación en generación también es importante—agregó él.

—Estoy de acuerdo. No puedo imaginarme una pa reja casada que no quiera tener hijos.

Edward sonrió.

—Supongo que la gente tendrá sus razones, pero tú no serás nunca uno de ellos.

Ella soñó por un momento con una boda y una fa milia, sobre todo con aquel hombre.

—No, yo no seré nunca uno de ellos—sonrió.

Sería difícil que se casara, pensó Bella. Pero, ¿para qué pensar ahora en cosas deprimentes?

El pulgar de Edward empezó a acariciar su espalda y ella olvidó sus pensamientos, incluso los deprimentes.

Cerró los ojos, y se permitió apoyar su mejilla en la de él.

Probablemente no la invitaría más a bailar, pero no pudo reprimirse.

En lugar de parecer ofendido, Edward se apretó más contra ella, y bailaron hasta que dejaron de poner mú sica lenta y empezó la movida.

No volvió a invitarla a bailar esa noche, pero no la descuidó en absoluto. Cada vez que se acercaba alguna mujer a coquetear con él, Edward usaba todo su encanto para alejarla y volver a centrar su atención en ella.

Bella abandonó su lucha interna.

Estaba enamorada. Completamente. Irremediable mente.

Bella quitó la tarjeta que venía con las flores. Ponía: Para una mujer cuya belleza interior florece más que la de una rosa.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Edward y ella habían pasado la noche anterior en un concierto de be neficencia. Bella había hablado a favor de los ni ños, de sus sueños y esperanzas. Había estado muy nerviosa, pero había querido hacer un llamamiento a favor de la fundación.

Más tarde, Edward le había dicho que su amor por los niños y su compasión había sido evidente a pesar de sus nervios. Se había sentido halagada con aquel cumplido. Pero las rosas rojas la habían impresionado.

Puso las flores en un jarrón sobre su escritorio, a la vista de todos los visitantes de la biblioteca.

Edward la hacía sentir especial, aun siendo sólo ami gos. A veces ella fantaseaba con que fueran algo más. Pero, ¿qué otra cosa podía ser si ni siquiera la había besado?

Pasaban mucho tiempo juntos y la atracción de Bella por él aumentaba día a día. Pero Edward parecía poco atraído por ella físicamente.

No le sorprendía. No era el tipo de mujer que inspi raba lujuria, pensó desanimada.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos al ver a Edward entrar en la biblioteca.

Se acercó a ella con arrogancia inconsciente, algo que a ella le pareció incluso simpático.

Entonces se dio cuenta de que tenía unos papeles en la mano, y los dejó a un lado cuando lo vio acercarse a su escritorio.

Edward se detuvo delante de su escritorio cuando ella estaba intentando colocar unos papeles.

—Bella...

Bella levantó la cabeza y sus ojos chocolates se fi jaron en él.

—Lo siento. He recordado que tenía que archivar es tos papeles...—agitó levemente unos folios que tenía en la mano—... cuando te he visto.

—¿Y no podías saludarme antes?—preguntó él, di vertido.

—Podría haberme olvidado de los papeles fácil mente.

¿Se daría cuenta ella de lo que estaba revelando con aquella afirmación? Él estaba acostumbrado a tener cierto impacto en las mujeres, pero una mujer más so fisticada jamás lo habría admitido.

—Entonces tendré que contentarme con conversar con la coronilla de tu cabeza hasta que termines.

—A veces, suenas tan formal... ¿Se debe a que el árabe lo es, o el inglés es tu segunda lengua y te resulta más difícil hablar con naturalidad?

No era la primera vez que el repentino cambio de tema de Bella lo dejaba desorientado.

—El francés es mi segunda lengua—respondió—. No he aprendido inglés hasta después de dominar el fran cés.

—¡Oh! Siempre he pensado que el francés es un bo nito idioma. Yo aprendí alemán y español en la es cuela, pero debo admitir que no tengo facilidad para el francés.

—No he venido a hablar sobre la fluidez en otros idiomas.

—Claro. ¿A qué has venido?

—A ver a mí amiga.

Un brillo rápido había atravesado la mirada de Bella cuando él había pronunciado la palabra «amiga», pero había sido muy fugaz como para inter pretarlo.

—¡Oh! ¿Quiero saber cuántos?

—¿Cuántos qué, pequeña?

Bella se puso colorada al oír aquel apelativo cariñoso. Aquel trato era normal en su cultura, entre un hombre y una mujer que tienen intención de casarse, pero a ella pareció ponerla incómoda.

—¿Cuántos idiomas hablas fluidamente?—preguntó ella, casi sin aliento.

Y él sintió terribles deseos de quitarle el aliento con un beso.

No podía hacerlo, por supuesto. No era el momento ni el lugar adecuados, pero no tardaría mucho. Edward sonrió en anticipación, y los ojos de Bella se agrandaron.

—Hablo fluidamente francés, inglés, árabe y todos los dialectos de mi gente, pequeña—repitió.

Ella tomó aliento y contestó.

—No tan pequeña.

Aunque Bella era un poco más alta que la me dia de las mujeres, a menudo hacía comentarios en los que parecía sentirse enorme. Edward se acercó a ella y deslizó un dedo por su cuello.

—Para mí, eres pequeña.

Ella tembló, y él sonrió.

Pronto sería suya.

—Supongo que sí—contestó Bella, mirándolo.

Él deseaba besarla. Tenía que hacer un gran es fuerzo para reprimirse, algo en lo que se había entre nado en la guardia de élite: a dar un paso atrás y bajar la mano.

—He venido a preguntarte si querías cenar conmigo esta noche.

Bella abrió la boca pero no dijo nada. Se cono cían desde hacía tres semanas y habían compartido muchas comidas, y asistido a varias funciones. Sin em bargo, ella parecía sorprendida cada vez que la invi taba a salir.

—Venga, no creo que sea una sorpresa. Comimos juntos ayer incluso.

Ella sonrió.

—Por eso estoy sorprendida. Creí que querrías pasar tiempo con...—se interrumpió.

Pero sus ojos dijeron lo que iba a decir: «otras mu jeres». No se valoraba a sí misma. Y eso no le gustaba a él.

—No quiero pasar tiempo con ninguna otra mujer—respondió.

Ahora era el momento. Sus ojos estaban llenos de felicidad. No había duda. Ella estaba lista. Ya la había cortejado suficientemente.

—Me encantaría cenar contigo.

—Entonces, te veré esta noche.

— Edward

Él se detuvo.

—Podrías haber llamado. Te habrías ahorrado un viaje de una hora hasta aquí desde Seattle.

—En ese caso no habría tenido el placer de verte.

Edward la vio a punto de derretirse y entonces son rió antes de marcharse. Cumpliría con su deber muy pronto, pensó.