Dark Chat

domingo, 7 de noviembre de 2010

Esposa de un Jeque

Capítulo 6

Edward salió del cuarto de baño después de darle tiempo a su flamante esposa de que se preparase.

Bella estaba sentada en medio de la cama, ro deada de cojines. Por primera vez tenía el cabello suelto, y la cascada de sus hebras chcoclates oscuras caían sobre sus hombros.

Tenía las piernas dobladas y rodeaba sus rodillas con sus brazos.

—No sabía si tenía que estar de pie o echada—dijo—. Así que he decidido sentarme.

—¿Te da pudor mostrarme tu cuerpo?

Bella agitó la cabeza y su pelo se onduló con el movimiento, produciendo una instantánea reacción en todo su cuerpo viril.

—Estás acurrucada como un gatito pequeño.

—¿Pequeño?—se rió ella—. Tal vez no te has dado cuenta, pero soy bastante más alta que la mayoría de las mujeres.

—No lo creo. Quizás seas un poco más alta que la media, pero para mí, eres bastante pequeña—le ex plicó, para que comprendiera que era absurdo referirse a sí misma como a un gigante.

—Sí, bueno, tú eres bastante alto, ¿no?—respondió Bella, con un tono que parecía traslucir estar com placida con el comentario.

Edward se encogió de hombros.

—Entre mi gente, me consideran alto.

No tenía ganas de hablar de la altura media de su gente, pero al parecer, eso la relajaba. Y él deseaba que estuviera cómoda.

—Los niños solían tomarme el pelo cuando era pe queña. Me llamaban Amazona, o cosas así.

Edward se sentó en la cama y puso una mano encima de las de ella.

—Es bueno que compartas estos recuerdos conmigo. Te ayudaré a borrarlos.

—Tú estás tan seguro de ti mismo...

—Soy un hombre...

Ella agitó la cabeza.

—Te lo aseguro—insistió él.

Ella se rió.

—No lo dudo.

Edward no pudo resistirlo más, y tomó un mechón de cabello entre sus dedos.

—Cuéntame...

—Cuando era pequeña, crecí varios centímetros du rante un verano. Y no dejé de crecer hasta que pasé a todos mis compañeros. Para entonces tenía trece años y algunos de los chicos empezaban a alcanzarme, pero seguí siendo más alta que la mayoría de ellos al menos durante otro año.

—Le ocurre a muchas chicas. No es tan malo.

—Lo era. Supongo que no es fácil de comprender para ti. Yo era tímida y me costaba hacer amigos, y los niños me tomaban el pelo diciéndome que era gigante, y las niñas sentían pena por mí. El haber crecido tan repentinamente empeoró más las cosas.

—Pero como dices tú, los niños crecieron y las ni ñas, muchas de ellas, pueden haberte alcanzado.

—No quiero seguir hablando de esto—Bella ce rró los ojos.

Había algo más. Algo que ella no quería compartir con nadie. Pero Edward quería saberlo todo acerca de aquella mujer con la que se había casado.

—Tu padre comentó algo acerca de un tratamiento de láser. ¿Para qué era?

—¿Cuándo te habló de eso?—preguntó, confusa e in cómoda.

Edward tenía que pensar bien la respuesta como para no revelar el secreto.

—Estábamos hablando de la boda—mintió.

Se trataba de una mentira piadosa.

—¡Oh!—respondió. Una expresión de tristeza inundó su rostro y entonces dijo—: Cuando tenía trece años tuve acné.

—Eso es bastante frecuente en la adolescencia.

—No, pero el mío era terrible. Los médicos me die ron antibióticos, me hicieron tratamientos para la piel... No había manera de quitármelo. Tuve la cara violeta de las marcas de los granos durante cinco años. A los dieciocho años finalmente me dejó de salir. Y empecé un tratamiento con láser para tratar las cicatri ces a los diecinueve años.

Edward le acarició la mejilla y le dijo:

—Eres hermosa.

—No lo creo. Pero al menos ya no soy un estorbo para mis padres y una persona que doy pena a la gente.

—Seguramente a tus padres no les preocupaba tanto tu aspecto— Edward se puso tenso al oírla decir aquello.

—No podían hacer nada. Así que, ignoraron el pro blema.

Edward sintió que había algo más. Se quedó callado para ver si ella lo compartía con él.

Bella lo miró a los ojos durante unos segundos. En ellos había un brillo de dolor.

—Para mis padres la única forma de solucionar el problema era evitarme lo más posible. No hicimos fo tos durante esos cinco años. Con frecuencia mis padres quedaban con sus amigos fuera de casa en lugar de arriesgarse a mostrar a su hija—sus ojos brillaron con lágrimas incipientes.

—A Alice fue a la única que no le importó. Me in vitaba a quedarme con ella y me ayudaba a salir de mi encierro.

—¿Qué sucedió después de los tratamientos de lá ser?

—Intentaron casarme por todos los medios. Creo que pensaron que el tener marido probaría que sus ge nes no estaban dañados.

—Tú te resististe.

Edward recordó que Charlie le había contado que Bella no había querido casarse con ninguno de los hombres que le había presentado.

—No quería salir con hombres por pena, ni el ca sarme como un medio para conseguir un suegro rico.

Edward se puso tenso.

—Yo no quiero la riqueza de tu padre—dijo.

—Lo sé—sonrió ella.

No podía contarle el plan de asociarse con la em presa de su padre. Jamás lo comprendería. Pero podía demostrarle que era una mujer deseable ahora, para que borrase los malos recuerdos del pasado.

Él se puso de pie al lado de la cama.

—Me has dicho que no te importaba mostrarme tu cuerpo.

—Y es así.

—Entonces, ven— Edward extendió la mano.

Bella le dio la mano.

Sintió las manos suaves de Edward envolviéndola, dibujando las curvas de su cuerpo.

Edward hizo un esfuerzo por moverse y fue a servir una copa de champán. Bebió un trago y tiró de ella ha cia él, de manera que la redondez del trasero de Bella presionase contra sus muslos viriles.

Le dio de beber.

—Compártelo conmigo—le dijo.

Bella bebió. La mano de Edward se deslizó desde el hombro hasta su pecho izquierdo. Ella dejó escapar un gemido de placer.

Entonces él volvió a darle de beber mientras seguía atormentándola con sus caricias. Su pezón se puso duro debajo de los dedos de Edward. Luego Edward cambió la copa de mano y le acarició el pecho dere cho. Volvió a repetir la operación y le ofreció cham pán. Ella se abandonó a la sensación de las burbujas en su garganta y al placer de sus caricias.

Finalmente la copa se vació, mientras ella gemía en voz alta. Él dejó caer la copa en la alfombra y le tomó ambos pechos. Jugó con sus pezones. Ella se arqueó ante la exquisita tortura de aquella sensa ción.

—Por favor, Edward... Por favor... Edward...

Pero él no iba a ceder a hacerle el amor aún. Quería darle más placer del que jamás hubiera imaginado. Y ni siquiera iba a abandonarse él mismo a lo que le pe día su cuerpo antes de volverla loca.

La cabeza de Bella se movía de lado a lado mientras él la inundaba de caricias.

—¡No puedo más, no puedo más!

—Sí puedes. Tu cuerpo es capaz de recibir mucho placer—le susurró él al oído.

Edward deslizó una mano por su muslo. El camisón tenía una abertura a los lados. Al sentir la suavidad de su piel Edward sintió una interna satisfacción. Luego se deleitó en jugar con los rizos de su pubis.

—¡Oh!—exclamó ella.

Bella se movió contra su mano, y él le acarició el sexo con su dedo, en el centro mismo de su femini dad. La acarició. Y ella se abrió para él, gimiendo de goce, hasta que su cuerpo se estremeció en el éxtasis de la cima del placer. Pero Edward la siguió acariciando hasta que ella se convulsionó por completo y se de rrumbó.

—¡Oh, Edward!—exclamó ella con voz sensual.

Edward la tenía abrazada, apretada contra su sexo erecto, pero la satisfacción de darle placer era tan pro funda, que no deseaba dejarla escapar.

Bella se dio la vuelta y le dio un beso en el cuello.

—Te amo—le susurró.

Y aquella caricia con su voz fue demasiado para Edward para poder seguir controlándose.

—Quiero hacerte mi esposa—dijo con voz profunda.

Ella, que estaba envuelta en la satisfacción del pla cer, apenas lo oyó.

Era increíble, pero la pasión de Edward volvió a dar vida al cuerpo de Bella. Volvieron a despertarse los puntos erógenos de su cuerpo. Sus pezones se pu sieron duros. Y sus labios se entreabrieron, esperando que la lengua de Edward la penetrase. Él no la de fraudó. Invadió su boca sensualmente, y ella sintió que se le debilitaban las piernas.

Edward la alzó en el aire y la apretó contra su pe cho. Luego la llevó a la cama de colcha de seda. Dejó de besarla y se puso encima de ella. La miró a los ojos.

—Eres mía.

—Sí—respondió ella con emoción.

Se besaron apasionadamente. Edward se quitó la bata de seda que llevaba puesta y se echó completa mente desnudo al lado de ella. Bella sintió la suave piel en su cuerpo. Empezó a temblar como si acabase de jugar en la nieve. Pero su reacción pare ció no importarle a él. La besó mientras tocaba la tela de su camisón. A ella le pareció que le faltaba el aire.

Bella se separó un momento y dijo:

— Edward —no podía decir nada más.

—Llegó la hora—respondió él, alzándose por encima de ella, con su cuerpo totalmente desnudo.

Le quitó el camisón. Bella se alegró de que la luz no fuera intensa, porque recordó sus imperfeccio nes físicas.

Él intuyó que pasaba algo.

—¿Qué ocurre?

De todos modos lo vería por sí mismo. Quizás si se lo dijera, no le provocase un shock tan fuerte.

—Tengo marcas—no podía decir la palabra «es trías»—. Del verano en que crecí tanto.

Edward le terminó de quitar el camisón. Y luego hizo algo que la tomó totalmente por sorpresa. Se le vantó. Puso un pie en el suelo y una rodilla en la cama. Luego encendió una luz que triplicó la que había en la habitación.

Fue como un cubo de agua helada para ella. Perdió todo deseo.

— Edward, por favor...

En aquel momento su mirada se dirigió al cuerpo desnudo de Edward. Estaba excitado y ella se olvidó de pensar en la reacción que podría tener él frente a sus estrías, y en cambio se concentró en la idea de que ha rían el amor por primera vez.

¿Era tan grande su sexo como le parecía o su apre ciación era debida a su falta de experiencia?

No se lo iba a preguntar.

—Es más grande de lo normal, ¿o son mis nervios?—se le escapó.

Edward la miró, sorprendido. En realidad, ella misma se había sorprendido.

Edward se señaló el sexo.

—No lo sé. No me he comparado con otros hombres—pareció molesto por aquella idea.

Por primera vez en su vida desde los diez años, ella se sintió pequeña. Y no era una sensación completa mente placentera. Edward la miraba como un lobo hambriento. No parecía haber perdido el deseo en ab soluto. Y ella volvió a temblar.

Pero cuando la tocó, lo hizo con mucha delicadeza. Le acarició suavemente las estrías que tenía en un cos tado.

—Creí que serían más grandes. Son muy pequeñas.

—Son horribles.

—No, no lo son.

¿Sería verdad que no le importaban las marcas?

—También las tengo a un lado de las rodillas—no usaba vestidos cortos por esa razón.

Pero él se desentendió de las marcas. Le acarició el pecho. Y ella gimió. Edward se agachó y lo tomó con su boca. La saboreó con increíble placer, y en un momento dado también deslizó la lengua por una de sus marcas. Ella se retorció de placer. La acarició con su lengua hasta que se apoderó de uno de sus pezones. Cerró los ojos para sentirlo más. Primero le aca rició un pecho; luego el otro. Sabía hacerlo muy bien. ¡Era una sensación erótica que jamás habría podido imaginar!

—¿Dices que tus rodillas tienen marcas también?

—¿Qué?

Edward inspeccionó la zona. Tocó las estrías y dijo:

—Realmente en este momento hay cosas más intere santes que tocar que estas pequeñas marcas...

Bella comprendió lo que decía cuando sintió su mano deslizarse por la parte interna de sus muslos. Y ella también se olvidó de sus cicatrices cuando empezó a sentir la caricia de su lengua en esa zona unos minu tos más tarde.

—¿ Edward?

—¿Mmm?—sus dedos estaban tocando la parte más sensible, la zona anterior a la unión de sus piernas.

—¿Puedes quitar un poco de luz?

—¿Es eso lo que quieres, realmente?

En ese momento, Edward le acarició la zona más ín tima. Estaba húmeda, preparada para él.

—¡Oh! ¡Dios!—exclamó ella al sentir que le introdu cía un dedo.

—Eres muy sensible—le dijo Edward.

Él la deleitaba, pero no pudo decírselo.

—Te deseo tanto... Pero tienes que estar preparada...

—Estoy preparada ya—respondió ella.

Pero él jugó con su dedo, entrando y saliendo, exci tándola.

—No, pero lo estarás. Ésa es mi responsabilidad, como esposo y amante.

Ella habría contestado, pero el pulgar de Edward en contró el lugar más dulce y sensible, y ella no fue ca paz más que de gemir.

—Hay una tradición en el pueblo de mi abuelo en que las mujeres preparan a la novia y le quitan el himen. Así no hay dolor en la noche de bodas. No obs tante, debo admitir que me gusta la idea de que me ha yas dejado ese privilegio a mí.

—No creo que lo rompas sólo con la mano.

—¡Ah! Pequeña gatita, eres tan inocente. Podría ha cerlo. Pero prefiero a hacerte mía totalmente.

—¿Vamos a...?

Entonces sintió que otro dedo se deslizaba dentro de ella. Hizo lo mismo con dos dedos. Ella sintió una tensión en su interior. Y el deseo de que la satisfi ciera.

En ese momento Edward hizo algo totalmente ines perado.

Buscó con la boca el centro de su feminidad. Ella instintivamente se quiso apartar. Pero él le sujetó fuer temente las caderas.

— Edward. ¡Oh, Edward! Por favor... Es demasiado. No pares, por favor, no pares.

Era algo indescriptible.

El placer fue en aumento, y aumentó la tensión. Movió las caderas, tensó el cuerpo, y deseó gritar con todas sus fuerzas. Pero no pudo articular sonido al guno. Se aferró a la colcha y estiró las piernas y los pies.

Pero la exquisita tortura continuaba. Fue creciendo hasta que ella dejó escapar un grito de goce y felici dad.

Fue entonces cuando él se puso encima de ella y la penetró. El placer era tan intenso que ella apenas sintió el dolor de la barrera que lo separaba.

Lo miró a los ojos. Ella tenía lágrimas en los suyos

y pronunció las palabras que sabía que Edward estaba pensando.

—Soy tuya.

—Sí.

—Tú eres mío también.

—¿Acaso lo dudas?

Y entonces él empezó a moverse y todo empezó otra vez. Aquella vez, cuando el cuerpo de ella se con vulsionó, él gritó de placer. Y ella gimió, y luego lloró de felicidad.

Edward no pareció sentirse más impresionado ahora de lo que se había sentido anteriormente. La abrazó fuertemente y susurró una mezcla de palabras árabes e inglesas. Pero cada una de ellas parecían ser palabras de halago y orgullo.

Ella por fin dejó de llorar, y él la llevó al cuarto de baño, donde la duchó. Bella quiso devolverle el favor. Y él gruñó de placer ante la perspectiva.

Y ella descubrió que una mano enjabonada y mucha curiosidad podía dar mucha satisfacción a un hombre.

Bella se sorprendió de su atrevimiento.

Cuando terminaron, él la secó con esmero.

—Puedo hacerlo yo, si quieres—le dijo ella.

—Pero me da más placer hacerlo que mirar—respon dió él.

—¿Me vas a dejar secarte?—preguntó ella con picar día.

Él se rió.

—¡Qué atrevida estás después de lo de la ducha, no?

—Es agradable saber que no eres tú sólo el que da el placer.

Edward se puso de pie y puso sus manos en los hom bros de ella.

—Me da mucha felicidad darte placer.

Tendría que acostumbrarse a esos cumplidos, pensó Bella. Al parecer, la pasión le hacía decir esas co sas tan halagadoras.

—Gracias.

Volvieron al dormitorio, y él la volvió loca de pla cer tres veces más en que volvieron a hacer el amor, hasta que se durmieron abrazados.