CAPITULO IV
Edward tensó convulsivamente el brazo que tenía alrededor de la cintura de Bella y el fuego en sus ojos escapó a su control.
-No, esta vez seré yo quien cabalgue sobre ti -y diciendo esto hizo que se girara y la tomó en sus brazos sin esfuerzo alguno-. Larga y lentamente. Tú tendrás tu oportunidad más tarde -y la besó para sellar la promesa.
La depositó sobre las sábanas después de retirar la manta. Por primera vez, Bella lo veía completamente desnudo. Era grande. Hasta ese momento, no había pensado en la gran diferencia que había entre ellos.
Los ojos de Edward se cruzaron con los de ella y comprendió la mirada aprensiva de ella.
-No te lastimaré, Mina -dijo él subiéndose a la cama y cubriendo el cuerpo de Bella con el suyo. El peso era como una caricia de cuerpo entero, una fiesta para los sentidos.
-Siempre me llamas Mina cuando quieres salirte con la tuya -dijo ella separando las piernas y abrazándolo con ellas.
Edward compensó la confianza que ella había depositado en él deslizando las manos bajo su cintura y agarrándolo del trasero.
-Siempre me saldré con la mía a partir de ahora.
Aquella afirmación era absolutamente inequívoca, igual que su erección.
Entonces la besó, jugueteando con la lengua. Bella supo que estaba preparada. Se había sentido húmeda antes cabalgando sobre su muslo. Lo sabía pero dejó que le besara el pecho.
-Cuidaré de ti, Mina -dijo él con voz ronca.
La tomó por las caderas y empujó al mismo tiempo que metía en su boca un pezón sonrosado como una fresa y lo chupaba con fruición. Estaba duro. Bella gritó y se resistió ante la avalancha de sensaciones, facilitándole sin querer el camino a Edward. Este penetró en ella rompiendo la delgada membrana que protegía su inocencia. Dio entonces un grito ahogado, el cuerpo terso.
Tres embestidas tormentosamente lentas después, Bella le rogó que fuera más rápido.
-Eres demasiado impaciente -la riñó él, pero su cuerpo relucía con las gotas de sudor y ella era consciente de la forma en que este se estremecía en un intento por aguantar hasta el máximo.
Bella le mordió el hombro cuando el deseo alcanzó el clímax y entonces sintió que explotaba por segunda vez esa noche. Sobre ella, Edward se puso rígido en el momento de alcanzar su propio orgasmo.
Se despertó hacia el amanecer con los gruñidos de su estómago. Entonces se dio cuenta de que, con los nervios, no había comido nada desde que dejara Nueva Zelanda. Intentó cambiar de posición en la cama, pero vio que no podía. Una pesada pierna de hombre la estaba aplastando de cintura para abajo mientras que un posesivo brazo hacía lo mismo con el pecho. El estómago volvió a gruñir.
-Edward -dijo ella girando la cabeza y dándole un beso en el cuello. Bajo sus labios sintió la piel cálida del desierto salada por los restos del amor-. Despierta.
Por respuesta, Edward gruñó y la abrazó con más fuerza. Suspirando, Bella le puso las manos sobre los hombros y lo sacudió.
-¿Ya tienes ganas de cabalgar, Mina?
La pregunta, proveniente del hombre adormilado, tiñó de rojo brillante sus mejillas. En ese momento, lejos de sentir la pasión de horas antes, no podía creer su atrevimiento.
-Quiero comer. Estoy muerta de hambre -dijo ella frunciendo el ceño.
Edward se rió entre dientes y giró sobre su cuerpo arrastrándola a ella también. Terminó tumbada sobre el pecho de Edward. Este la miraba desde el fondo de sus ojos entreabiertos.
-¿Y qué me darás a cambio?
-Paz -dijo ella al oír un nuevo gruñido, más sonoro esta vez, de su estómago.
-Ah, Mina, como siempre tan sorprendente -dijo él dando un largo suspiro-. Iré a ver qué puedo encontrar.
La dejó a un lado con sumo cuidado y salió de la cama. Bella no pudo evitar mirarlo: los músculos bien definidos de su espalda se movieron cuando se apoyó para levantarse y se dobló para tomar la bata que le había quitado a ella de las manos por la noche.
-¿Te gusta lo que ves? -preguntó él sin girarse.
-Sí -contestó ella, sonrojándose de nuevo.
Edward quedó complacido con la respuesta. Bella lo vio sonreír cuando se dirigió hacia la puerta envuelto en la bata.
-¿Adónde vas?
-Hay comida en el comedor. Te la traeré aquí.
Edward regresó al poco y, sin decir nada, puso una bandeja llena de comida en el centro de la cama y se tumbó en un extremo, como una pantera perezosa, a verla comer.
-¿Entonces, cuál es mi nombre ahora? -preguntó ella tras haber saciado un poco el apetito.
-Isabella Cullen al-Huzzein Swan-Donovan Zamanat.
Bella abrió los ojos desmesuradamente y se detuvo a medio camino de llevarse algo a la boca. Dejó incluso de masticar.
-¡Santo Dios! Vaya nombre largo. No sabía que tuviera que conservar mi apellido de soltera.
-Siempre se ha amado y respetado a las mujeres en Zulheil-contestó él estirándose lentamente-. Por eso no les pedimos que se conviertan a nuestra religión después del matrimonio. La elección es tuya.
Aquellas palabras fueron como un tibio bálsamo en su interior. Sí, estaba segura de que había esperanza con él.
-Entonces, ¿Donovan era el apellido de tu madre? Una sombra planeó sobre la mirada de Edward pero su respuesta no fue dura.
-Cuando tengamos un hijo, él o ella llevará Cullen al-Huzzein Swan Zamanat en su nombre. Cullen Al-Huzzein Zamanat es el nombre de la raíz paterna, pero los hijos siempre llevan también el nombre de la madre.
-Tienes sus ojos -dijo ella al comentario de la nacionalidad de su madre.
-Sí. Y. ..-Edward se detuvo. Cuando Bella alzó la vista, vio la sonrisa peligrosa de él-. Algunos dicen que también tengo su temperamento. Ya sabes que era inglesa.
-Son gente de carácter -accedió ella tomando un albaricoque seco y dándoselo a él. Edward la tomó por la muñeca en un vertiginoso movimiento y le chupó los dedos, como si fuera un gran gato relamiéndose después de comer. En ningún momento dejó de mirarla a los ojos.
-Debes echarlos de menos -continuó ella.
-Se han ido. Ahora tengo que conducir a mi pueblo. No tengo tiempo para vivir de luto -Edward desvió la mirada hacia las sombras.
-Basta de charla -dijo al tiempo que la tumbaba en la cama.
Edward no quería hablar de sus padres. El dolor por su muerte había sido muy intenso. Lo que había descubierto tras el accidente lo había hecho enloquecer de dolor. Su hermosa y amorosa madre se estaba muriendo de cáncer. Sus padres volvían de la clínica cuando tuvieron el accidente.
La mujer en la que más había confiado en su vida le había guardado un secreto antes de morir. Tenía muchas cosas que contarle, pero como no había confiado en él lo suficiente para que le guardara su secreto, ya no tendría jamás la oportunidad. Y nunca sabría si habría podido hacer algo que hubiera evitado la tragedia.
Ahuyentando los recuerdos, aplastó a Bella contra el colchón, complacido ante la aceptación instantánea de esta. No había secretos en el placer que sus cuerpos encontraban. Despreció la idea de que no podía existir semejante pasión sin consecuencias emocionales, incapaz de reconocer que aquella mujercita, con sus suaves sonrisas y su voluptuosa sensualidad, lo hubiera calado ya en los rincones más ocultos de su alma.
-¿Te duele?
Edward notó que Bella se ruborizaba a juzgar por el tacto ardiente de su piel. El corazón le latía desbocado.
-No -contestó ocultando el rostro en el cuello de él.
-No te forzaré, Mina. Nunca tomaré algo que no me des por voluntad propia -dijo él acariciándole la espalda y depositando un río de besos en su garganta, saboreando su sensual suavidad. Las deliciosas curvas de Bella le hacían desear conquistar sus secretos femeninos con toques lánguidos y placenteros.
-¿Y yo puedo forzarte?
Edward quedó sorprendido ante el susurro sugerente, y al momento sonrió.
-Entonces, ¿tanto me quieres, esposa mía?
-Sabes que sí -contestó ella mirándolo con unos ojos que lanzaban llamaradas de deseo, algo totalmente inesperado y delicioso.
Dos días después, Edward entraba en una de las torretas que rodeaban su suite justo en el momento en que Bella levantaba los brazos y decía:
-¡Perfecta!
Acristalada en tres cuartas partes, la luz del sol entraba a raudales. Edward sintió que el cuerpo se le tensaba. Pensamientos enterrados hicieron tambalear sus defensas. Era verdaderamente sencillo para aquella mujer apoderarse de su corazón otra vez.
Preocupado al reconocer su gran vulnerabilidad frente a una mujer que no le había mostrado su lealtad en el pasado, luchó por ahuyentar la ternura que el encuentro había despertado.
-¿Qué es perfecta? -preguntó por fin.
Sobresaltada, Bella quedó petrificada al encontrarse con la mirada insondable de Edward. Su poderoso carisma parecía haber aumentado durante la hora que habían estado separados.
-Esta habitación -consiguió decir-. Había pensado que podría utilizarla como lugar de trabajo. ¿Te parece bien?
Edward dio un paso hacia ella.
-Esta es tu casa, Mina. Haz lo que desees.
-Gracias -contestó ella dirigiéndose hacia una de las ventanas que daba a su jardín privado-. Este lugar sería perfecto para que pintaras. ¿Dónde está tu estudio?
La vibración en el suelo bajo sus pies desnudos le indicó que se estaba acercando a ella. Segundos más tarde, le puso las manos en los hombros e hizo que se girara.
-Soy un jeque, Mina. No tengo tiempo para esas cosas.
-Pero a ti te encanta pintar -contestó Bella frunciendo el ceño. Guardaba el retrato que le había hecho en Nueva Zelanda. Se había convertido en un talismán que siempre le había recordado su sueño.
-No siempre tenemos lo que adoramos.
-No -respondió ella de acuerdo, conmovida por el comentario implacable.
Su Edward, que una vez tuvo un corazón sensible capaz de dar amor de verdad, estaba enterrado bajo una fachada de piedra en la forma de aquel jeque. Bella volvió a tener dudas sobre su capacidad para llegar a él aunque trató de luchar por evitarlas.
-No tenemos tiempo para hacer un viaje de bodas, pero tengo previsto visitar una de las tribus del desierto mañana. Vendrás conmigo.
No le estaba dando oportunidad, pero Bella tampoco quería que lo hiciera. Había pasado cuatro años lejos de él y ya era suficiente tiempo.
-¿Adónde vamos? -preguntó ella sintiendo la piel al rojo.
-Esta mañana te marqué -dijo Edward pasando los dedos por un lugar especialmente sensible.
-No me di cuenta cuando me puse la camisa -contestó ella llevándose el brazo hacia la garganta y tocando la mano de él.
-Eres mía en todos los sentidos, Mina -dijo él lanzándole una inescrutable mirada de color verde.
Ella no sabía qué decir ante el tono posesivo de Edward. Le asustaba un poco ser la mujer de ese hombre peligroso. A veces, el Edward que recordaba aparecía, pero la mayoría de las veces lo único que le permitía ver era una brillante y fría máscara.
-Tu piel suave y blanca, mi Bella -continuó él con voz ronca que la tranquilizó un poco.
Se veía capaz de enfrentarse al deseo que le mostraba Edward, pero cuando se ocultaba tras su muro defensivo, deseaba gritar de frustración.
-Es fácil dejar marca en ti -añadió.
-Edward, qué... -comenzó sorprendida al ver que Edward comenzaba a desabrocharle los botones de su camisa azul.
Este ignoró los dedos temblorosos de ella. Bella miraba con los ojos muy abiertos cómo inclinaba la cabeza y le lamía el pecho. Era una sensación arrebatadora. El cuerpo de Bella era como una llama, el tacto de él la chispa que prendía la llama. Pero el contacto duró un momento.
Edward le tomó la mano y la llevó hacia el lugar donde su contacto había dejado una pequeña marca roja.
-Mira esta marca: eres mía, Mina.
Bella lo miró, perpleja ante aquella demostración de posesión, aunque también se sintió excitada como nunca habría imaginado.
-Sigue pensando en ello -añadió Edward-. Esta noche colmaré nuestro deseo -y diciendo esto se dio la vuelta y salió de la habitación.
El día siguiente amaneció con un cielo cristalino. Salieron de Zulheina en una limusina camino al interior de Zulheil. Desde allí, tendrían que seguir el viaje en camello hasta el pequeño pero importante asentamiento de Zeina.
-¿Quiénes son esas personas que nos siguen? -preguntó a Edward cuando hubieron abandonado el palacio.
-Nos acompañan tres de mis ministros -dijo él haciéndole señas con el dedo para que se acercó a ella. Bella sonrió y fue a sentarse junto a él. Ella acurrucó junto a su cuerpo. A diferencia de la intensidad dura de su pasión la noche anterior, en ese momento parecía relajado, contento de poder abrazarla.
-Al final del camino, nos encontraremos con dos guías que nos enviarán desde Zeina para conducirnos hasta el poblado.
-Parece que está aislado.
-Así somos. No somos nómadas, como los Beduinos, pero la mayor parte de nuestras ciudades son pequeñas y están aisladas.
-Ni siquiera Zulheina es una gran ciudad, ¿verdad?
Tomando el extremo de la trenza, le soltó el cabello. Bella apoyó la cabeza en su pecho y se regocijó en la inesperada expresión de afecto. Sin ir más lejos, el día anterior no habría creído que pudiera disfrutar de algo así con él.
-No. Abraz es la ciudad más grande, la ciudad que mostramos al resto del mundo, pero Zulheina es la joya del reino.
-¿Por qué es Zeina tan importante?
Edward le acarició la nuca y comenzó a pasar los dedos por la piel sensible lentamente. Ella se arqueó a su contacto como un gato.
-Ah, Mina, eres una contradicción -contestó él con un tono divertido que la hizo ladear la cabeza para mirarlo a los ojos.
-¿A qué te refieres?
-Tan liberada y desinhibida en mis brazos y tan tímida en público -contestó él tocándole los labios entreabiertos-. Una combinación deliciosa.
-¿Por qué sé que vas a decir algo más?
-Me encanta desnudar tu fachada de dama en mi imaginación. Es muy agradable pasar el tiempo planeando exactamente cómo conseguiré hacerte gemir.
-Entonces, cada vez que te mire pensaré que estás pensando en eso -dijo ella sonrojándose.
-Probablemente estarás en lo cierto -contestó él con una mirada risueña que la avisaba de sus intenciones, y un segundo después sus labios se unieron.
-Cuéntame cosas de Zeina antes de que te pongas a trabajar.
Edward miraba complacido el movimiento oscilatorio de sus pechos.
-Zeina es uno de nuestros mayores proveedores de Rosa de Zulheil. Por alguna razón aún desconocida, la gema solo se da a lo largo de los depósitos de petróleo. Es un cristal extraño.
-Parece injusto.
-Podría ser, pero a través de los siglos, las tribus de Zulheil fueron estableciendo un sistema que posibilitaba que todas aquellas gentes que habitaran cerca de semejante regalo de la naturaleza pudieran beneficiarse. Por ejemplo, la Rosa de Zulheil sale de Zeina en estado puro. De ahí pasa a manos de dos tribus del norte donde se preparan los mejores artesanos del país.
Bella sabía que el orgullo de Edward estaba justificado. Los artesanos de Zulheil estaban considerados auténticos magos.
-Espera un momento -dijo ella frunciendo el ceño-. Si el cristal solo se encuentra cerca de los depósitos de petróleo, ¿Por qué no es Zulheina un centro petrolífero importante?
-Zulheina es extraña en más de un sentido. Por contradictorio que parezca, nuestros ingenieros y geólogos insisten en que no hay ni una gota de petróleo en la zona -informó Edward-. Así que consideramos el palacio de cristal como un regalo de los dioses.
-No te lo puedo discutir. Es verdaderamente hermoso. ¿Cuál es el propósito de este viaje?
-Somos un pueblo que está muy desperdigado. Intento visitar a todas las tribus al menos una vez al año -contestó él estirando sus largas piernas-. Y ahora, me temo que tengo que leer estos informes, Mina -gesticuló hacia un montón de papeles que había sacado de unos de los bolsillos laterales de la puerta.
Ella asintió pensando en todo lo que le había dicho Edward. Estaba claro que mientras no le confiara su amor, no compartiría con ella los negocios del reino. Por primera vez en su vida, sintió que era parte de algo grande, no meramente una observadora. Con esperanzas renovadas en su corazón, sacó un bloc de dibujo de su bolso y comenzó a diseñar un vestido de luz de luna y plata.
Edward observaba por encima de sus papeles cómo la mano de Bella se movía con graciosos trazos. Parecía inmersa en su labor, la boca en una posición que le sugirió algo que llamó su atención. Estaba fascinado.
Cuando se conocieron, ella era estudiante, pero no le gustaba lo que la habían obligado a estudiar. Cuatro años después, se la veía inmersa en sus pensamientos. Aquella era la primera vez, y se dio cuenta, maravillado, que se encontraba cara a cara con la mujer en que Bella se había convertido.
-¿Puedo verlo? -preguntó, deseando saber más cosas de la nueva Bella, la mujer que amenazaba con atraparlo en una red mucho más fuerte que la que pareció seducirlo cuatro años atrás.
Ella lo miró con unos asombrados ojos color chocolate, y entonces floreció una de sus sonrisas.
-Si quieres.
Ante el gesto tímido de bienvenida a su mundo, Edward se sentó junto a ella, y puso su brazo a lo largo del respaldo del asiento.
-Un vestido de noche.
-Pensaba que podría usar un tejido con hilos de plata.
Edward notó la suavidad del pelo de Bella en sus dedos y se inclinó para mirar con más atención los trazos del dibujo.
-Tienes mucho talento; Es precioso.
-¿De verdad? -preguntó ella con las mejillas al rojo vivo.
Había anhelo en la necesidad que trataba de disimular. Edward se dio cuenta de cómo se había mostrado Bella a la defensiva cuando le preguntó por el tema del diseño: había sido la reacción de alguien que nunca ha recibido apoyo para sus inquietudes. Una especie de ternura furiosa por ella se despertó en su interior. Sintió unos deseos tan fuertes de castigar a aquellos que la habían herido, alejándola de él, que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse.
-De verdad. No deberías tener problema para encontrar el tejido que deseas en el envío que recibiremos el próximo mes proveniente de Razarah -dijo Edward.
De hecho, él mismo se aseguraría de que incluyeran montones de piezas de tejidos diversos para que ella los examinara.
-Cuéntame más cosas sobre tus diseños -prosiguió Edward.
Y así lo hizo Bella, con los ojos relucientes de la alegría. Para Edward el viaje pasó como un suspiro en la agradable compañía de Bella. Desde que había subido al trono, nunca se había permitido ser él mismo con nadie. Y Bella, con su risa y sus sueños lo animaba a relajarse a jugar. Pero, ¿confiaba en ella lo suficiente para dejarse llevar hasta ese punto?
Edward tensó convulsivamente el brazo que tenía alrededor de la cintura de Bella y el fuego en sus ojos escapó a su control.
-No, esta vez seré yo quien cabalgue sobre ti -y diciendo esto hizo que se girara y la tomó en sus brazos sin esfuerzo alguno-. Larga y lentamente. Tú tendrás tu oportunidad más tarde -y la besó para sellar la promesa.
La depositó sobre las sábanas después de retirar la manta. Por primera vez, Bella lo veía completamente desnudo. Era grande. Hasta ese momento, no había pensado en la gran diferencia que había entre ellos.
Los ojos de Edward se cruzaron con los de ella y comprendió la mirada aprensiva de ella.
-No te lastimaré, Mina -dijo él subiéndose a la cama y cubriendo el cuerpo de Bella con el suyo. El peso era como una caricia de cuerpo entero, una fiesta para los sentidos.
-Siempre me llamas Mina cuando quieres salirte con la tuya -dijo ella separando las piernas y abrazándolo con ellas.
Edward compensó la confianza que ella había depositado en él deslizando las manos bajo su cintura y agarrándolo del trasero.
-Siempre me saldré con la mía a partir de ahora.
Aquella afirmación era absolutamente inequívoca, igual que su erección.
Entonces la besó, jugueteando con la lengua. Bella supo que estaba preparada. Se había sentido húmeda antes cabalgando sobre su muslo. Lo sabía pero dejó que le besara el pecho.
-Cuidaré de ti, Mina -dijo él con voz ronca.
La tomó por las caderas y empujó al mismo tiempo que metía en su boca un pezón sonrosado como una fresa y lo chupaba con fruición. Estaba duro. Bella gritó y se resistió ante la avalancha de sensaciones, facilitándole sin querer el camino a Edward. Este penetró en ella rompiendo la delgada membrana que protegía su inocencia. Dio entonces un grito ahogado, el cuerpo terso.
Tres embestidas tormentosamente lentas después, Bella le rogó que fuera más rápido.
-Eres demasiado impaciente -la riñó él, pero su cuerpo relucía con las gotas de sudor y ella era consciente de la forma en que este se estremecía en un intento por aguantar hasta el máximo.
Bella le mordió el hombro cuando el deseo alcanzó el clímax y entonces sintió que explotaba por segunda vez esa noche. Sobre ella, Edward se puso rígido en el momento de alcanzar su propio orgasmo.
Se despertó hacia el amanecer con los gruñidos de su estómago. Entonces se dio cuenta de que, con los nervios, no había comido nada desde que dejara Nueva Zelanda. Intentó cambiar de posición en la cama, pero vio que no podía. Una pesada pierna de hombre la estaba aplastando de cintura para abajo mientras que un posesivo brazo hacía lo mismo con el pecho. El estómago volvió a gruñir.
-Edward -dijo ella girando la cabeza y dándole un beso en el cuello. Bajo sus labios sintió la piel cálida del desierto salada por los restos del amor-. Despierta.
Por respuesta, Edward gruñó y la abrazó con más fuerza. Suspirando, Bella le puso las manos sobre los hombros y lo sacudió.
-¿Ya tienes ganas de cabalgar, Mina?
La pregunta, proveniente del hombre adormilado, tiñó de rojo brillante sus mejillas. En ese momento, lejos de sentir la pasión de horas antes, no podía creer su atrevimiento.
-Quiero comer. Estoy muerta de hambre -dijo ella frunciendo el ceño.
Edward se rió entre dientes y giró sobre su cuerpo arrastrándola a ella también. Terminó tumbada sobre el pecho de Edward. Este la miraba desde el fondo de sus ojos entreabiertos.
-¿Y qué me darás a cambio?
-Paz -dijo ella al oír un nuevo gruñido, más sonoro esta vez, de su estómago.
-Ah, Mina, como siempre tan sorprendente -dijo él dando un largo suspiro-. Iré a ver qué puedo encontrar.
La dejó a un lado con sumo cuidado y salió de la cama. Bella no pudo evitar mirarlo: los músculos bien definidos de su espalda se movieron cuando se apoyó para levantarse y se dobló para tomar la bata que le había quitado a ella de las manos por la noche.
-¿Te gusta lo que ves? -preguntó él sin girarse.
-Sí -contestó ella, sonrojándose de nuevo.
Edward quedó complacido con la respuesta. Bella lo vio sonreír cuando se dirigió hacia la puerta envuelto en la bata.
-¿Adónde vas?
-Hay comida en el comedor. Te la traeré aquí.
Edward regresó al poco y, sin decir nada, puso una bandeja llena de comida en el centro de la cama y se tumbó en un extremo, como una pantera perezosa, a verla comer.
-¿Entonces, cuál es mi nombre ahora? -preguntó ella tras haber saciado un poco el apetito.
-Isabella Cullen al-Huzzein Swan-Donovan Zamanat.
Bella abrió los ojos desmesuradamente y se detuvo a medio camino de llevarse algo a la boca. Dejó incluso de masticar.
-¡Santo Dios! Vaya nombre largo. No sabía que tuviera que conservar mi apellido de soltera.
-Siempre se ha amado y respetado a las mujeres en Zulheil-contestó él estirándose lentamente-. Por eso no les pedimos que se conviertan a nuestra religión después del matrimonio. La elección es tuya.
Aquellas palabras fueron como un tibio bálsamo en su interior. Sí, estaba segura de que había esperanza con él.
-Entonces, ¿Donovan era el apellido de tu madre? Una sombra planeó sobre la mirada de Edward pero su respuesta no fue dura.
-Cuando tengamos un hijo, él o ella llevará Cullen al-Huzzein Swan Zamanat en su nombre. Cullen Al-Huzzein Zamanat es el nombre de la raíz paterna, pero los hijos siempre llevan también el nombre de la madre.
-Tienes sus ojos -dijo ella al comentario de la nacionalidad de su madre.
-Sí. Y. ..-Edward se detuvo. Cuando Bella alzó la vista, vio la sonrisa peligrosa de él-. Algunos dicen que también tengo su temperamento. Ya sabes que era inglesa.
-Son gente de carácter -accedió ella tomando un albaricoque seco y dándoselo a él. Edward la tomó por la muñeca en un vertiginoso movimiento y le chupó los dedos, como si fuera un gran gato relamiéndose después de comer. En ningún momento dejó de mirarla a los ojos.
-Debes echarlos de menos -continuó ella.
-Se han ido. Ahora tengo que conducir a mi pueblo. No tengo tiempo para vivir de luto -Edward desvió la mirada hacia las sombras.
-Basta de charla -dijo al tiempo que la tumbaba en la cama.
Edward no quería hablar de sus padres. El dolor por su muerte había sido muy intenso. Lo que había descubierto tras el accidente lo había hecho enloquecer de dolor. Su hermosa y amorosa madre se estaba muriendo de cáncer. Sus padres volvían de la clínica cuando tuvieron el accidente.
La mujer en la que más había confiado en su vida le había guardado un secreto antes de morir. Tenía muchas cosas que contarle, pero como no había confiado en él lo suficiente para que le guardara su secreto, ya no tendría jamás la oportunidad. Y nunca sabría si habría podido hacer algo que hubiera evitado la tragedia.
Ahuyentando los recuerdos, aplastó a Bella contra el colchón, complacido ante la aceptación instantánea de esta. No había secretos en el placer que sus cuerpos encontraban. Despreció la idea de que no podía existir semejante pasión sin consecuencias emocionales, incapaz de reconocer que aquella mujercita, con sus suaves sonrisas y su voluptuosa sensualidad, lo hubiera calado ya en los rincones más ocultos de su alma.
-¿Te duele?
Edward notó que Bella se ruborizaba a juzgar por el tacto ardiente de su piel. El corazón le latía desbocado.
-No -contestó ocultando el rostro en el cuello de él.
-No te forzaré, Mina. Nunca tomaré algo que no me des por voluntad propia -dijo él acariciándole la espalda y depositando un río de besos en su garganta, saboreando su sensual suavidad. Las deliciosas curvas de Bella le hacían desear conquistar sus secretos femeninos con toques lánguidos y placenteros.
-¿Y yo puedo forzarte?
Edward quedó sorprendido ante el susurro sugerente, y al momento sonrió.
-Entonces, ¿tanto me quieres, esposa mía?
-Sabes que sí -contestó ella mirándolo con unos ojos que lanzaban llamaradas de deseo, algo totalmente inesperado y delicioso.
Dos días después, Edward entraba en una de las torretas que rodeaban su suite justo en el momento en que Bella levantaba los brazos y decía:
-¡Perfecta!
Acristalada en tres cuartas partes, la luz del sol entraba a raudales. Edward sintió que el cuerpo se le tensaba. Pensamientos enterrados hicieron tambalear sus defensas. Era verdaderamente sencillo para aquella mujer apoderarse de su corazón otra vez.
Preocupado al reconocer su gran vulnerabilidad frente a una mujer que no le había mostrado su lealtad en el pasado, luchó por ahuyentar la ternura que el encuentro había despertado.
-¿Qué es perfecta? -preguntó por fin.
Sobresaltada, Bella quedó petrificada al encontrarse con la mirada insondable de Edward. Su poderoso carisma parecía haber aumentado durante la hora que habían estado separados.
-Esta habitación -consiguió decir-. Había pensado que podría utilizarla como lugar de trabajo. ¿Te parece bien?
Edward dio un paso hacia ella.
-Esta es tu casa, Mina. Haz lo que desees.
-Gracias -contestó ella dirigiéndose hacia una de las ventanas que daba a su jardín privado-. Este lugar sería perfecto para que pintaras. ¿Dónde está tu estudio?
La vibración en el suelo bajo sus pies desnudos le indicó que se estaba acercando a ella. Segundos más tarde, le puso las manos en los hombros e hizo que se girara.
-Soy un jeque, Mina. No tengo tiempo para esas cosas.
-Pero a ti te encanta pintar -contestó Bella frunciendo el ceño. Guardaba el retrato que le había hecho en Nueva Zelanda. Se había convertido en un talismán que siempre le había recordado su sueño.
-No siempre tenemos lo que adoramos.
-No -respondió ella de acuerdo, conmovida por el comentario implacable.
Su Edward, que una vez tuvo un corazón sensible capaz de dar amor de verdad, estaba enterrado bajo una fachada de piedra en la forma de aquel jeque. Bella volvió a tener dudas sobre su capacidad para llegar a él aunque trató de luchar por evitarlas.
-No tenemos tiempo para hacer un viaje de bodas, pero tengo previsto visitar una de las tribus del desierto mañana. Vendrás conmigo.
No le estaba dando oportunidad, pero Bella tampoco quería que lo hiciera. Había pasado cuatro años lejos de él y ya era suficiente tiempo.
-¿Adónde vamos? -preguntó ella sintiendo la piel al rojo.
-Esta mañana te marqué -dijo Edward pasando los dedos por un lugar especialmente sensible.
-No me di cuenta cuando me puse la camisa -contestó ella llevándose el brazo hacia la garganta y tocando la mano de él.
-Eres mía en todos los sentidos, Mina -dijo él lanzándole una inescrutable mirada de color verde.
Ella no sabía qué decir ante el tono posesivo de Edward. Le asustaba un poco ser la mujer de ese hombre peligroso. A veces, el Edward que recordaba aparecía, pero la mayoría de las veces lo único que le permitía ver era una brillante y fría máscara.
-Tu piel suave y blanca, mi Bella -continuó él con voz ronca que la tranquilizó un poco.
Se veía capaz de enfrentarse al deseo que le mostraba Edward, pero cuando se ocultaba tras su muro defensivo, deseaba gritar de frustración.
-Es fácil dejar marca en ti -añadió.
-Edward, qué... -comenzó sorprendida al ver que Edward comenzaba a desabrocharle los botones de su camisa azul.
Este ignoró los dedos temblorosos de ella. Bella miraba con los ojos muy abiertos cómo inclinaba la cabeza y le lamía el pecho. Era una sensación arrebatadora. El cuerpo de Bella era como una llama, el tacto de él la chispa que prendía la llama. Pero el contacto duró un momento.
Edward le tomó la mano y la llevó hacia el lugar donde su contacto había dejado una pequeña marca roja.
-Mira esta marca: eres mía, Mina.
Bella lo miró, perpleja ante aquella demostración de posesión, aunque también se sintió excitada como nunca habría imaginado.
-Sigue pensando en ello -añadió Edward-. Esta noche colmaré nuestro deseo -y diciendo esto se dio la vuelta y salió de la habitación.
El día siguiente amaneció con un cielo cristalino. Salieron de Zulheina en una limusina camino al interior de Zulheil. Desde allí, tendrían que seguir el viaje en camello hasta el pequeño pero importante asentamiento de Zeina.
-¿Quiénes son esas personas que nos siguen? -preguntó a Edward cuando hubieron abandonado el palacio.
-Nos acompañan tres de mis ministros -dijo él haciéndole señas con el dedo para que se acercó a ella. Bella sonrió y fue a sentarse junto a él. Ella acurrucó junto a su cuerpo. A diferencia de la intensidad dura de su pasión la noche anterior, en ese momento parecía relajado, contento de poder abrazarla.
-Al final del camino, nos encontraremos con dos guías que nos enviarán desde Zeina para conducirnos hasta el poblado.
-Parece que está aislado.
-Así somos. No somos nómadas, como los Beduinos, pero la mayor parte de nuestras ciudades son pequeñas y están aisladas.
-Ni siquiera Zulheina es una gran ciudad, ¿verdad?
Tomando el extremo de la trenza, le soltó el cabello. Bella apoyó la cabeza en su pecho y se regocijó en la inesperada expresión de afecto. Sin ir más lejos, el día anterior no habría creído que pudiera disfrutar de algo así con él.
-No. Abraz es la ciudad más grande, la ciudad que mostramos al resto del mundo, pero Zulheina es la joya del reino.
-¿Por qué es Zeina tan importante?
Edward le acarició la nuca y comenzó a pasar los dedos por la piel sensible lentamente. Ella se arqueó a su contacto como un gato.
-Ah, Mina, eres una contradicción -contestó él con un tono divertido que la hizo ladear la cabeza para mirarlo a los ojos.
-¿A qué te refieres?
-Tan liberada y desinhibida en mis brazos y tan tímida en público -contestó él tocándole los labios entreabiertos-. Una combinación deliciosa.
-¿Por qué sé que vas a decir algo más?
-Me encanta desnudar tu fachada de dama en mi imaginación. Es muy agradable pasar el tiempo planeando exactamente cómo conseguiré hacerte gemir.
-Entonces, cada vez que te mire pensaré que estás pensando en eso -dijo ella sonrojándose.
-Probablemente estarás en lo cierto -contestó él con una mirada risueña que la avisaba de sus intenciones, y un segundo después sus labios se unieron.
-Cuéntame cosas de Zeina antes de que te pongas a trabajar.
Edward miraba complacido el movimiento oscilatorio de sus pechos.
-Zeina es uno de nuestros mayores proveedores de Rosa de Zulheil. Por alguna razón aún desconocida, la gema solo se da a lo largo de los depósitos de petróleo. Es un cristal extraño.
-Parece injusto.
-Podría ser, pero a través de los siglos, las tribus de Zulheil fueron estableciendo un sistema que posibilitaba que todas aquellas gentes que habitaran cerca de semejante regalo de la naturaleza pudieran beneficiarse. Por ejemplo, la Rosa de Zulheil sale de Zeina en estado puro. De ahí pasa a manos de dos tribus del norte donde se preparan los mejores artesanos del país.
Bella sabía que el orgullo de Edward estaba justificado. Los artesanos de Zulheil estaban considerados auténticos magos.
-Espera un momento -dijo ella frunciendo el ceño-. Si el cristal solo se encuentra cerca de los depósitos de petróleo, ¿Por qué no es Zulheina un centro petrolífero importante?
-Zulheina es extraña en más de un sentido. Por contradictorio que parezca, nuestros ingenieros y geólogos insisten en que no hay ni una gota de petróleo en la zona -informó Edward-. Así que consideramos el palacio de cristal como un regalo de los dioses.
-No te lo puedo discutir. Es verdaderamente hermoso. ¿Cuál es el propósito de este viaje?
-Somos un pueblo que está muy desperdigado. Intento visitar a todas las tribus al menos una vez al año -contestó él estirando sus largas piernas-. Y ahora, me temo que tengo que leer estos informes, Mina -gesticuló hacia un montón de papeles que había sacado de unos de los bolsillos laterales de la puerta.
Ella asintió pensando en todo lo que le había dicho Edward. Estaba claro que mientras no le confiara su amor, no compartiría con ella los negocios del reino. Por primera vez en su vida, sintió que era parte de algo grande, no meramente una observadora. Con esperanzas renovadas en su corazón, sacó un bloc de dibujo de su bolso y comenzó a diseñar un vestido de luz de luna y plata.
Edward observaba por encima de sus papeles cómo la mano de Bella se movía con graciosos trazos. Parecía inmersa en su labor, la boca en una posición que le sugirió algo que llamó su atención. Estaba fascinado.
Cuando se conocieron, ella era estudiante, pero no le gustaba lo que la habían obligado a estudiar. Cuatro años después, se la veía inmersa en sus pensamientos. Aquella era la primera vez, y se dio cuenta, maravillado, que se encontraba cara a cara con la mujer en que Bella se había convertido.
-¿Puedo verlo? -preguntó, deseando saber más cosas de la nueva Bella, la mujer que amenazaba con atraparlo en una red mucho más fuerte que la que pareció seducirlo cuatro años atrás.
Ella lo miró con unos asombrados ojos color chocolate, y entonces floreció una de sus sonrisas.
-Si quieres.
Ante el gesto tímido de bienvenida a su mundo, Edward se sentó junto a ella, y puso su brazo a lo largo del respaldo del asiento.
-Un vestido de noche.
-Pensaba que podría usar un tejido con hilos de plata.
Edward notó la suavidad del pelo de Bella en sus dedos y se inclinó para mirar con más atención los trazos del dibujo.
-Tienes mucho talento; Es precioso.
-¿De verdad? -preguntó ella con las mejillas al rojo vivo.
Había anhelo en la necesidad que trataba de disimular. Edward se dio cuenta de cómo se había mostrado Bella a la defensiva cuando le preguntó por el tema del diseño: había sido la reacción de alguien que nunca ha recibido apoyo para sus inquietudes. Una especie de ternura furiosa por ella se despertó en su interior. Sintió unos deseos tan fuertes de castigar a aquellos que la habían herido, alejándola de él, que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse.
-De verdad. No deberías tener problema para encontrar el tejido que deseas en el envío que recibiremos el próximo mes proveniente de Razarah -dijo Edward.
De hecho, él mismo se aseguraría de que incluyeran montones de piezas de tejidos diversos para que ella los examinara.
-Cuéntame más cosas sobre tus diseños -prosiguió Edward.
Y así lo hizo Bella, con los ojos relucientes de la alegría. Para Edward el viaje pasó como un suspiro en la agradable compañía de Bella. Desde que había subido al trono, nunca se había permitido ser él mismo con nadie. Y Bella, con su risa y sus sueños lo animaba a relajarse a jugar. Pero, ¿confiaba en ella lo suficiente para dejarse llevar hasta ese punto?